Los murcianos siempre supimos reírnos de nuestra peculiar habla. De hecho el panocho fue fruto de la jocosa caricatura que los señoritos del centro hacían del habla de los huertanos. Ocurre que la guasa traspasó las fronteras regionales y el acento murciano es hoy materia prima de toda suerte de chistes y chanzas. Cierto que tales parodias no están exentas de percepciones sociolingüísticas burdamente clasistas. Máxime si todo el país asocia nuestro peculiar acento a diversas excepcionalidades educativas, sociales, medioambientales e incluso políticas.

Reírse de uno mismo es un buen antídoto frente a la grave dolencia de tomarse demasiado en serio. Lo inquietante es que los murcianos hayamos asumido tales precepciones al punto de avergonzarnos de nuestro acento. Se produce así la triste metonimia de que en lugar de abochornarnos por el Mar Menor, el pin parental, los bajos niveles de lectura o altos niveles de precariedad laboral, acabamos acomplejados por el acento.

Lejos, pues, de renegar del humor que nos es propio, procuro tomarme tanta guasa a cuenta del acento murciano como el reconocimiento hacia la singularidad de uno de los dialectos más originales e interesantes del español peninsular. Y es que todas nuestras peculiaridades lingüísticas tienen profundas raíces históricas, fruto de siglos de avatares y sabiduría lingüística a orillas de este viejo rincón del Mediterráneo.

El dialecto murciano es en esencia una variante catalanizada del castellano meridional, trufada de influencias de sustratos previos: árabe andalusí, romance mozárabe; a los que se sumaron dos joticas aragonesas y una taranta de Jaén. Es tan rabiosamente innovador en lo fonético, como acogedor en lo léxico y conservador, hasta la más tozuda rebeldía, en lo sintáctico.

Innovador es el sofisticado sistema de ocho vocales que compartimos con el andaluz oriental. Se precisa de una fina sensibilidad auditiva para distinguir soldaó(r), soldao y soldao(s). Una tenue aspiración final, una sutil apertura y un casi imperceptible alargamiento de la vocal obra el milagro de la eliminación de las consonantes finales de sílaba. Si ya es difícil percibirlas, imaginen el duro entrenamiento que supone producirlas. ¡Absténganse de intentarlo burgaleses o riojanos! Tal prodigio de sutileza del aparato fonador murciano solo es dado a quienes se criaron en estos lares. En el caso de la 'a' ante consonante final se da incluso una revolucionaria, y nada paleta, palatización en /æ/ que hace las delicias de los estudiantes de inglés. Hay quien remonta su origen a la elisión en árabe dialectal andalusí de la ta marbuta: desinencia de femenino y singulativo. Ello dejó una leve aspiración y alargamiento de la vocal. ¡Qué rancio abolengo! ¿No creen?

Luego, están esos sofisticados cultismos latinos, como nuestro ¡Acho pijo!, (mutilus piculus); quintaesencia del sentir expresivo regional.

Les remito ahora a lo que la mayoría de hablantes españoles consideran un feo vulgarismo sintáctico; decir algo así como 'ca la Paca'. Su correspondiente francés, 'chez Josephine', posiblemente resulte una delicia a sus oídos. Al igual que el italiano 'da Giuseppina'. La cosa eufónica mengua en catalán: 'ca la Josepa'. De hecho, hay quien considera un catalanismo este endemismo sintáctico murciano. La influencia catalana tan solo reforzó lo que siempre existió en las hablas romances hispanas. Posiblemente los fríos mesetarios harían decaer esta preposición de origen latino; y la norma escrita acabó por proscribirla del español estándar. El murciano, sensible a la orfandad expresiva que comportaba tal pérdida, se resistió tozudo. Como en tantas ocasiones se rebeló a las imposiciones lingüísticas de la corte y conservó tan enraizada preposición. Y como en catalán o portugués, engalanó con un artículo el nombre propio.

Algo similar ocurre con nuestro contumaz rechazo hacia ese frío 'haber' impersonal, sin marcas de número en castellano estándar. Con precursora vocación europea, el murciano, al igual que el inglés, se pregunta si «había uno o habían dos». ¡Qué pena que lo hayamos perdido en presente! ¿No sería estupendo recuperar el hay uno o hayn dos? Y como colofón ante la impostura de este uso impersonal que trajeron los castellanos viejos, el murciano se cebó en la primera persona del plural con un soberbio 'habemos tres'.

Y así, luego a luego, todas nuestras hermosas y cabales singularidades dialectales.