Se me ha metido en la cabeza la idea de que nos estamos volviendo drogadictos. Creerás que soy una exagerada, pero de eso nada. De hecho, en mi particular cruzada, mi objetivo es luchar para ver si, al menos, conseguimos que no domine nuestras vidas. Que seamos, todos en esta casa, dueños de nuestra voluntad.

Hay que ver, ahora que lo pienso, qué forma tan sutil de hacernos dependientes. Acuérdate de lo chulo que era consultar el mail desde el móvil, al principio de todo esto, y que no hiciera falta ir a la oficina para algunas cosas. Pero hemos llegado a un punto que es ciertamente preocupante. He de decir que el día que una voz me dijo que faltaban quince minutos para mi cita con no sé quién, y que tardaría no sé cuántos minutos en llegar desde mi ubicación actual, porque el tráfico era fluido, me dije a mí misma que algo raro estaba pasando.

Pero la droga no son los móviles, ni las tablets. ¿Creías que sí? No, la droga es la sensación de inmediatez y de satisfacción instantánea. Que parezca que compras tiempo y de que puedes hacer las cosas cuando quieras, y a tu gusto. Es una droga, porque, de entrada, no es real. Te fabrica un yo virtual más molón, pero falso. Parece que te comunicas mejor y más rápido por whatsapp, pero la realidad es que hay denuncias en el juzgado a veces por malos entendidos, y otras veces o por mensajes involuntarios, de esos que carga el diablo. Y no nos engañemos, hablar por mensaje no es comunicarse.

Una madre del cole me dijo hace tiempo que se había desinstalado whatsapp. Y no es la primera persona que conozco que lo ha hecho. No sólo ha sobrevivido, sino que ha dejado de recibir los cuatrocientos mensajes que se acumulaban en su móvil, como media diaria. Dime si no es más libre ahora que antes. Ahora, quien quiera hablar con ella, que la llame o vaya a verle. Como toda la vida.

Pues eso, que la droga es el todo ya, todo ahora. Yo lo comprobé el día que saqué de la biblioteca una peli, ya sabes mi amor por los musicales, y les dije a mis hijos que íbamos a ver un musical que les iba a encantar. Sonrisas y lágrimas. No me juzgues, tengo derecho a ser friki. Conseguí sentarles a los tres y que me prestaran atención. Cuando salió en la pantalla Julie Andrews, (encima en inglés porque no conseguía sincronizar el idioma), la pasé sin piedad ninguna, para que empezase la película cuanto antes. Pero cuando me senté en el sofá, dispuesta a relajarme y a que mis hijos escuchasen las canciones y vieran la historia, me encuentro con que los tres se querían levantar, diciendo, los tres al unísono aunque cada uno en su estilo, y antes de que terminaran de salir las letras de créditos, que vaya rollo, que vaya peli que no pasaba nada, que cuándo empieza, que a mí avísame cuando empiece, que yo paso, que yo mientras tanto estoy con la tablet?

Bueno, me puse en modo Tejero diciendo «¡se sienten, coño!» y conseguí que se sentaran. De hecho, al final la vieron, y les gustó. Pero internamente aluciné de la falta absoluta y total de paciencia ¡Para ver una película! Me quedé pensando en que, si no había paciencia para eso, entonces, cómo sería yo capaz de hacerles tener paciencia, por ejemplo, para estudiarse una asignatura de esas eternas, o para tantas cosas para las que vale la pena tener paciencia, porque lo bueno se hace esperar.

Así que hemos decidido Antonio y yo hacer frente a este enemigo. Declararle la guerra. Primero, vamos a intentar desengancharnos nosotros, seamos realistas. Y luego, hemos acordado poner a la tablet un tiempo de uso, pasado el cual, el dispositivo supuestamente se apagará o se autodestruirá como en James Bond, no sé. Cuando lo ideamos, ambos temimos la reacción del drogadicto de turno ante el corte de suministro. Pero no nos achantamos. Resistiremos. Ya te contaré, si sobrevivimos.