Enhorabuena, murcianos. Hemos conseguido volver a la actualidad mediática por la puerta grande. Rueda de prensa especial del Consejo de Ministros para anunciarnos que o dejamos de ser tan derechosos o nos aplican el 155. Apenas unas horas después de anunciar la desjudicialización de la política llegamos los murcianos a arruinar los planes del Gobierno de Pedro Sánchez. O, en realidad, a cumplirlos como no hubiera imaginado ni en sus mejores sueños.

El debate sobre el pin parental es etéreo, hipócrita y, en cierta medida, estéril. Todos los ciudadanos entienden que la enseñanza de la religión católica debe ser un ejercicio voluntario suscrito a criterio de los padres, y que la tolerancia debe ser un valor transmitido de manera transversal por los profesores de cada materia que tengan los alumnos en su etapa escolar. Este asunto, por tanto, no trata del legítimo derecho de los estudiantes a ser cafres por disposición y voluntad de sus familias, sino del derecho de la sociedad a protegerse frente a las injerencias de un Estado que pretende adoctrinar a sus nuevas generaciones en relación a afirmaciones y comportamientos con la misma base científica que el currículum de Adriana Lastra.

Los estudiantes españoles tienen derecho a que les enseñen qué es la tolerancia, que deben respetar al prójimo, que no se puede discriminar al contrario por su color de piel y que la orientación sexual de las personas les define del mismo modo y con las mismas connotaciones que el color de sus ojos: es decir, nada. Las familias no tienen derecho a que sus hijos se abstraigan de este tipo de lecciones, esencialmente porque forman parte del conjunto de valores con los que comulga una sociedad democrática como la nuestra y, por supuesto, todos somos responsables de que los ciudadanos con los que convivimos los compartan.

El debate, por lo tanto, no es si los profesores deben transmitir esta serie de condicionantes (que rotundamente sí), sino sobre si personas que ni son docentes ni están habilitadas como tal pueden acudir a los centros educativos a explicar que «el heteropatriarcado es un juez que nos juzga por nacer».

La diferencia es, esencialmente, el matiz entre el legítimo uso de las actividades complementarias para incidir en valores democráticos y prácticas esenciales (como las que realiza la Policía explicando a los alumnos cómo deben protegerse de aquellos que los agreden) y el abuso ilegítimo de pretender inculcar ideologías que no debe ser voluntad del Estado imponer. Porque si no estamos de acuerdo con que se enseñe a cazar a los alumnos si sus padres no lo autorizan, tampoco debemos permitir que se les enseñe sin autorización, por ejemplo, que las mujeres debemos tener miedo porque los hombres son violentos por naturaleza.

Todas estas líneas tendrían sentido en un debate sobre el fondo del asunto si en realidad la preocupación del Gobierno fuera el bienestar de los alumnos y no confrontar con Vox para tapar la desvergonzada investidura, el impropio nombramiento de la nueva Fiscal General dependiente del Estado o el tasazo fiscal que se avecina. Porque el pin parental no es más que eso: una cortina de humo para autorizar al Gobierno a hablar de lo accesorio para esconder lo principal.

Lo único positivo de esto es que por primera vez en años somos protagonistas. Igual con suerte en un par de meses saben situarnos en el mapa.