Nos apostamos una cerveza mi amigo Pepe Rodríguez y yo a que encontraríamos a Michel Houellebecq sin camiseta en la playa. El escritor francés pasaba largas temporadas en Vera, alejado de las polémicas parisinas. Su casa se encontraba a varios metros de la de Pepe. Yo acudía cada verano como si de una peregrinación se tratase. Aquel era el maldito Houellebecq, el hombre que estaba escribiendo el Apocalipsis de nuestro tiempo. Se le había visto alguna tarde que otra en una exposición de fotografía, o paseando como un extranjero más por el paseo marítimo. Yo iba más allá: quería encontrármelo convertido en un personaje de una de sus novelas. Un tipo al que el mundo y la vida se le echa encima. Un hombre sin camiseta, a fin de cuentas.

La conmoción que supone para la tribu cultural europea cualquier novela de Houellebecq es solamente comparable con las malinterpretaciones que existen de su obra. A cada nuevo libro, la proliferación de artículos superfluos sobre el «por qué no leer lo nuevo de Houellebecq» se amontonan en las secciones culturales de los principales periódicos. Los titulares inflamables destacan con tinta cada vez más negra: el profeta perverso, la voz del malestar, el paladín de lo reaccionario...

Y mientras tanto, los personajes de sus novelas siguen andando y hablando por sí solos. El universo de Houellebecq se compone de altas dosis de cinismo y de catástrofe. Pero es un universo tangible. Casi a la vuelta de la esquina. Es improbable que el ser humano se vuelva tan aislado de cualquier sentimiento como en su ficción. Pero es verosímil que muchos de los hombres y mujeres que encontramos por la calle ya estén tocados por el mismo espíritu de desasosiego y nihilismo que respiran sus personajes novelescos. El hombre que promulga Houellebecq es ya populoso en la Europa Occidental a la que se le están cayendo los cimientos. Vemos el palacio, las columnas con el capitel corintio y el frontón ricamente decorado, pero todos sabemos que por dentro hace años que robaron las estatuas.

Dos ejemplos claros. Los hermanos que protagonizan Las partículas elementales, su obra más perfecta, se sienten desubicados en la sociedad en la que viven. Michel opta por refugiarse en la ciencia y se convierte en un eminente biólogo que descubre un método de reproducción no sexual. Su hermanastro, Bruno, vive en su carnes el calvario de una sexualidad obsesiva. Extremos que se tocan, ambos vislumbran las heridas de una sociedad vacía tras la experiencia del mayo del 68. Un mundo que prometía el paraíso y acabó en la familia Manson. Pancartas donde el libertinaje se escondía detrás de la libertad.

En El mapa y el territorio es el propio Houellebecq, convertido en personaje, el que muestra las carencias de un mundo mercantilizado al máximo, donde las relaciones sociales entre familiares han llegado al silencio burocrático de las cenas de Navidad. La geografía francesa a escala de las guías Michelin adornan una novela que respira soledad y abatimiento. El artista que protagoniza la novela se convierte de repente en millonario gracias a sus fotografías de mapas. Pero el dinero lo sumerge en un nihilismo al que el lujo no puede dar respuesta. La mediocridad que todos llevamos dentro es más poderosa que el castigo de tener talento.

¿Y si ganara en Francia o en cualquier país de Europa un partido islámico las elecciones generales? Ese es el sentido de Sumisión, su obra más polémica. Le sucede como a los grandes clásicos: a cada nueva lectura, una nueva interpretación. En mi primer acercamiento no creía verosímil precisamente esa 'sumisión' de todo el Estado y sociedad al Islam, desde la Universidad a la política (izquierdas y derechas). Sin embargo, ¿qué fue acaso el nazismo? Francia fue el país más colaboracionista de la Europa democrática. Aunque la memoria oficial lo intente tapar (y aquí las novelas de Modiano son esclarecedoras para encontrar la verdad), Francia construyó un estado de terror contra los judíos y disidentes. Fue un colaboracionismo multitudinario y masivo. Desde un ministro hasta la vieja del visillo. La sumisión de Houellebecq es igual. Es el mismo proceso histórico. Una Europa falta de valores que se arroja a los brazos de la primera idea que traspasa sus fronteras. Una Europa acomplejada que se esconde bajo la cama y que no es capaz de digerir su propia historia. De izquierda a derecha, del centro a los extremos, la Francia de Houellebecq es posible. Nos despierta de un letargo. Es una advertencia. Pero no de los que vienen. No contra el Islam. Es un aviso contra nosotros mismos. Contra ese rostro desconocido que aparece al otro lado del espejo y que ha olvidado que somos nosotros.

Pero a la semana de su publicación, dos terroristas arrasaron la sede de Charlie Hebdo y ya saben: se había cumplido el Apocalipsis. Europa disparó de nuevo al mensajero. Y no entendió el mensaje de aquel hombre que paseaba sin camiseta por la playa, como un tipo normal.