Entre la pena y la nada elegí el dolor, escribió Faulkner en Las palmeras salvajes. Me crucé con esa cita cuando vi À bout le souffle, oh, la bella Al final de la escapada, de Godard. Los personajes leían un libro en la cama y la mujer, la bella Patricia, la decía en voz alta. A la pregunta de Patricia: «Entre la pena y la nada, elijo la pena. ¿Tú que elegirías?», Michel responde: «La pena es una idiotez. Elijo la nada. No es mejor, pero la pena es un compromiso». Era así, Michel eligió la nada. Sus palabras inequívocas no mienten: «Estoy cansado. Quiero morir». Quiere morir, y Patricia le responde: «Estás loco». Así, Gordard lo suelta a bocajarro, como quien dispara a pecho abierto, y la bala (ese balazo de palabras) se clava en el corazón, y ya nunca preferiremos la nada, ya nunca estaremos locos, ya nunca miraremos el cine de Godard con idénticos ojos. La mirada se ha ensuciado ante la lucidez.

El río cristalino se ha empozado ante el brillo de la verdad. Por eso pienso que esos personajes se parecen un poco a las criaturas de Faulkner, escépticas, trémulas, desvalidas. Sonreí al reconocer a Faulkner en Godard. Sonreí cuando Jean Seberg pronuncio «entre la pena y la nada, elegí el dolor», porque pude reconocerme en su estado de ánimo, en su manera de estar en el mundo, de estar sobre la cama con un libro, sin esperar nada más que unas pocas palabras verdaderas. Esa frase, que me persiguió algunos días, años, en distintas etapas de mi vida, volvió a mí con la música de Nacho Vegas. Me conmovió. Encontrar una canción titulada La pena o la nada fue un hallazgo comparable al invento de la penicilina o la fabricación de los primeros aviones.

No pude sino escuchar muchas veces, mucho rato, esa bella canción, tan bella y melancólica, con la voz tremulante, rota de Nacho Vegas. Esas voces defectuosas, sin superar el umbral de la desafinación, me arañan el alma. Y no puedo parar. Me pasa con unos pocos cantautores. Me sucede siempre con Chavela Vargas, con Mercedes Sosa, con Violeta Parra. Me sucede con Nacho Vegas, siempre, su voz está cantando pero también grita. Su voz es un aullido. Sus palabras habitan el fulgor de una cueva. Sus cuerdas vocales son una caverna del sonido. Y me refugio ahí, como en los libros, como en la gran biblioteca de los libros. A veces me refugio en citas como esta, en Faulkner, en Godard, en Nacho Vegas. Todos ellos conectan con la temperatura de mi alma.