No es una historia de amor entre dos hombres, como lo es, por ejemplo, la excepcional Brokeback Mountain. No es una historia de pasión juvenil, como lo es por ejemplo el Werther. Estos son los ingredientes necesarios para manufacturar el producto final: una historia sobre el final de la inocencia. El final de la inocencia: expresión que suele evocar los primeros devaneos eróticos. Error. A nadie le han privado nunca de inocencia alguna los placeres sensuales; más bien al contrario, los placeres sensuales remiten a un disfrute continuado, nos invitan a pensar en una existencia tersa y plácida. Los placeres terrenales son inaptos para descubrirnos la gran lección de la vida, que ya resume sin alharaca alguna el noble refranero castellano: quien más te quiere te hará llorar.

La inocencia se pierde cuando uno de nuestros semejantes, el semejante al que hemos franqueado la puerta de nuestros más íntimos sentimientos, al que hemos permitido que se enseñoree de nuestro corazón, ese semejante, ¡ese!, nos pega la puñalada trapera del abandono y la traición. De eso trata Llámame por tu nombre.

La película, de 2017, se basa en la novela homónima de André Aciman, que viera la luz en 2007. La novela relata la historia de los protagonistas a lo largo de veinte años, mientas que la película se centra en lo que sucediera en aquel verano. El verano de 1983. El verano tras el que Elio nunca volverá a ser la misma persona; será una persona menos esperanzada, menos entusiasta. En suma: menos inocente. En suma: peor.

(Vea la película antes de leer: se avecinan spoilers).

Elio, un adolescente de suma sensibilidad, políglota, con gusto por la lectura y el piano, pasa el verano en una casa del norte de Italia con sus padres. Hermosísima casa solariega, como hermosa es la luz de meloso color y textura de fruta tierna, como lo es el agua gélida de las pozas donde se baña con los amigos y los pueblecitos vecinos, Lombardía profunda. Y como hermosa es Marzia, la chica que ha quedado irreparablemente seducida por el carácter silente pero arrollador de Elio.

En la casa recala Oliver, un ayudante del padre de Elio en las artes académicas de la arqueología. Un americano, judío como Elio, de belleza equiparable a las esculturas que cataloga. Salta la chispa entre el ayudante y el hijo; y salta a la vista de los padres de Elio, que, pura tolerancia, otorgan su nihil obstat. «Nos desprendemos de tanto para curarnos antes», le dirá más tarde su padre, «que a los treinta ya estamos en quiebra».

¿Y Marzia, la chica con la que Elio distrae el tiempo mientras llega el momento de encontrarse con el americano venerado? Víctima colateral del verano del 83.

«Llámame por tu nombre y yo te llamaré por el mío», dice Oliver a su joven amado en una escena tierna como el pan recién horneado, entre sábanas y arrumacos. 'Oliver' susurra Oliver a Elio; 'Elio' ronronea Elio a Oliver.

Por supuesto que la inocencia puede malograrse por más dramáticas circunstancias que un desamor. También la literatura ha puesto el foco en esos casos donde se comete una infamia sobre un niño, una infamia de tal calibre que queda aniquilado todo candor infantil. Pienso en Mystic River, de Dennis Lehane, que Clint Eastwood llevó a la gran pantalla. A veces sucede que es el niño, más bien por accidente, el autor de la vileza; no importa: el evento conlleva también la cancelación automática de todo rastro de pueril ingenuidad. Pienso en Tres días y una vida, de Pierre Lemaitre.

Tales dramas, afortunadamente, conforman la excepción y no la regla; el auténtico rito de paso de la sociedad occidental viene dado por el primer revés sentimental. La puerta de entrada a la adustez de la vida adulta nos la proporciona ese primer gran batacazo afectivo. Como el que experimenta Elio cuando, meses después, recibe la llamada de Oliver, que trae un anuncio: en breve contraerá matrimonio. 'Elio', dice Elio desconsolado; 'Oliver', contesta Oliver.

Las últimas escenas de la película resultan de una melancolía conmovedora. Es tiempo de Hanukkah, la navidad judía, en la que la que cada día se enciende una nueva vela. A través del ventanal se atisba una nevada copiosa y frenética. Elio se acerca a la chimenea y su rostro recibe el calor acogedor y la luminosidad afectuosa de las llamas. Suena una música melosa y onírica. Llora. Algo irreparable se ha quebrado en su espíritu. La luz crepitante del fuego y la luz entrañable de los candiles simbolizan la luz interior que ha prendido en las entrañas del adolescente. La Hanukkah del 83 será la más dura de su vida. Ninguna otra le brindará un dolor semejante. Su vida será a partir de ahora una vida adulta. Sin sufrimiento tan agudo. Sin intensidad tan hermosa.