Deambulando por el diccionario a lo que salga, uno puede encontrarse de golpe y porrazo con la palabra diligencia; pero tengan cuidado, porque lo mismo que Dios es uno y trino, según el inefable misterio de la Santísima Trinidad, los vocablos vienen a ser tantos como las diversas caras de su significado.

Yo digo diligencia y a los imaginativos se nos abre de repente un camino inhóspito y polvoriento, rodeado de maleza reseca, en el cauce sinuoso de un barranco o en la llanura infinita del desierto de Arizona, por el que circula un coche de viajeros tirado por una reata de caballos azuzados hasta la extenuación por el cochero, al que persigue una jauría de indios emplumados y aulladores que asaetean el vehículo ante los rostros asustados de los viajeros. Diligencia que nos habla del Far-West, de John Ford y de John Wayne y de tantos otros pioneros del Oeste que conocimos en el cine de barrio y guardamos para siempre en nuestra memoria.

Pero a otros, menos imaginativos y más aplicados, diligencia les abre todo un mundo de cuidado y actividad a la hora de realizar un trabajo o cumplir una misión; cosa que los muy diligentes (nótese las transferencia de significado al comportamiento humano) realizarán con prontitud y agilidad, y hasta con prisa, como si fueran acosados por la urgencia o la necesidad.

En cambio, diligencias es todo lo contrario en el caso de los trámites judiciales, que al afectado le parecen de todo menos diligentes, hasta que, no se sabe cuándo, se evacuan dichas diligencias, que viene a ser que se concluyen. Hacer una diligencia que, para el atacado de una urgencia evacuatoria, no es más que exonerar (sic) el vientre. Miren, pues, lo que va de una diligencia a otra, aunque a muchos nos parezcan, a primera vista, la misma.