Hoy ha sido el último día del curso, y para celebrarlo, las niñas han preparado una fiesta. La seño no lo sabía, pero la fiesta era para ella. Los padres habíamos recolectado dinero las últimas dos semanas para hacerle un regalo, algo discreto porque el colegio los prohíbe más allá de las muestras de cariño. Y las niñas, por propia iniciativa, habían pensado en hacer una fiesta.

Lo que empezó como algo sin importancia, y con grave riesgo de fiasco, tornó en éxito cuando me asomé por la mañana a la clase, y encontré las mesas alineadas y todos los manjares perfectamente dispuestos. Había dulce y salado, y también bebidas y vasos con los nombres escritos. Mi sorpresa era la misma que la primera vez que me enseñaron un hormiguero: nunca creí que seres tan pequeños fueran capaces de organizarse con éxito. Una de ellas, incluso, traía dos tubos de confeti para hacerlos explotar en el momento oportuno.

Nos faltaba sólo un regalo, que la logística no me había permitido recoger a tiempo, pero nada que superase a África, cuando se remanga o se empeña en algo. Así que, en cuanto lo tuvimos todo, nos dirigimos a la clase. Allí tenían a la seño, sentada en una silla, con una corona puesta y con las niñas alrededor. Al vernos aparecer, un montón de manos han tapado los ojos de la seño, que soportaba el castigo con paciencia y con cariño, al tiempo que se llamaban unas a otras, al grito de «¡sacarlo, sacarlo!».

La seño ha empezado a abrir regalos, con las niñas diciendo «¡cuidado que muerde, que es un cachorro, es un cerdo vietnamita!», yo las oía y pensaba en cuándo han dejado de ser bebés, si a mí, mi hija Cristina, me lo sigue pareciendo.

Ahí estaban, todas revueltas, la seño abriendo regalos, las otras seños sacando fotos y participando del jolgorio, unas niñas lanzando el confeti la mitad al aire y la otra mitad sobre el pelo de la seño, y el resto saltando alrededor del circo. Ha durado un segundo, pero ha sido un momento mágico.

Luego, ha venido el post: una se ha puesto con una escoba, a recoger el estropicio, mientras otra metía confeti en el bolso de la seño. Al fin y al cabo, cada uno madura a su ritmo. África y yo, mientras tanto, despegábamos alguna etiqueta que había quedado con el precio puesto. En ello estaba cuando me he acordado de las quejas de mi amiga Ana, y lo desorbitado de los regalos de su seño. Desde luego, aplaudo la postura del colegio de prohibir regalos excesivos.

Mi amiga iba por los setenta euros por cabeza cuando me llamó hecha una furia. Y es una verdad como un piano que, por mucho regalo que se haga, el cariño ni está en venta ni se aparenta. En nuestro caso, la premisa era «algo que le guste, y que lo use». Zara Home, y algunos contactos hicieron el resto.

Y con la fiesta, el curso ha terminado. El curso y los tres años que hemos pasado con esta seño, que cogió a nuestras hijas al empezar primaria, y las deja en la otra orilla, la que lleva a la preadolescencia. Ya no hay vuelta atrás, se han empezado a hacer mayores. Adiós, Seño, adiós. O mejor dicho, adiós, infancia, adiós.