Es probablemente la obra maestra de Iliá Repin. Retrata, mediante el simple recurso de mostrar la irrupción de una persona cuyo rostro conmueve en una habitación donde claramente no se le esperaba, el momento de angustia y detenciones después del asesinato del zar Alejandro II. Las reformas políticas emprendidas no lograron detener el descontento popular ni evitaron el magnicidio. La consiguiente represión tampoco frenó el descontento popular ni las acciones violentas contra el Gobierno llevadas a cabo por grupos revolucionarios radicales. El Imperio ruso, pese a toda evidencia, seguía proclamándose a sí mismo eterno, justo y dispuesto por la divina providencia. La tercera Roma, el último imperio universal, había logrado levantar en tiempos recientes la bandera del cristianismo ortodoxo y paneslavo frente a los turcos y resucitar el antiguo ideal de cruzada, el viejo sueño de una Constantinopla nuevamente cristiana dentro de un imperio bizantino restaurado bajo la protección de los zares y proclamado en Santa Sofía de Constantinopla.

Pero las fantasías imperiales resultan más desaforadas cuanto más cerca se está del final; el sueño del dominio eterno, la restauración del antiguo poder que añoran los nostálgicos, es siempre más delirante justo en el momento inmediatamente antes de que se abran los ojos y se comprenda cuán distinta es la realidad. Las nubes oscuras de la revolución se acumulaban ya en el horizonte y ensombrecían el cielo sobre el trono de zares y patriarcas. El vano intento de frenar la realidad, de hacer el país 'grande otra vez' por decirlo a la manera contemporánea que nos resulta hoy tan familiar, había conducido a que las deportaciones fueran habituales y que la censura tratara de imponer un clima de opinión que ahogara cualquier intento de enaltecer o dignificar a los críticos de un sistema amenazado por los virulentos rápidos de la Historia.

Contra la acción torpe de la censura, y desde luego mucho más allá de la crítica política anecdótica y fugaz, Repin supo encontrar los elementos eternos del alma humana y presentarlos al espectador en todo su dramatismo empleando una estética libre de adornos, una pureza de formas realista y de líneas depuradas. Casi como si fuera un documento periodístico o de manera semejante a una instantánea procedente de una película documental se muestra el interior de un hogar en el momento en que entra una persona que por cuya mirada se diría que despertando de un mal sueño. Una doncella le abre la puerta para que entre en el salón llamando la inmediata atención de todos; la joven figura femenina al piano detiene su melodía, una mujer enlutada, de más edad, se alza sorprendida, y de sorpresa son también los gestos de los niños, solo uno muestra lo que quizá sea franca alegría frente a la inesperada llegada. El gesto de los sirvientes tras la puerta es serio y no trasluce emoción alguna salvo cierto interés por la inesperada escena. El desconocido, de aspecto desmejorado, muestra un rostro de dolor, como si acabara de salir de la tumba, un elemento casi funerario enfatizado por el luto de la figura principal de espaldas al espectador. Repin se sirve del lenguaje de la tradición y es difícil no pensar en las escenas conocidas del regreso del hijo pródigo o la aparición de Jesús en el camino Emaús. Los retratos de la pared no deben pasarnos inadvertidos, la presencia de un Cristo resucitado, junto a las imágenes de conocidos intelectuales demócratas de la época nos indican que el mensaje e intencionalidad de la pintura es la redención y la expiación. En la pared lateral, por el contrario, un retrato del zar Alejandro II en su lecho de muerte junto a un mapa del Imperio ruso proclama el próximo fin del viejo orden. He aquí un mensaje siempre actual, siempre vigente y universal. Pues aunque yacen sepultados bajo la caída constante de los granos del reloj de arena tanto zares y autócratas como quienes fueron sus despiadados verdugos, vida y libertad se ven amenazadas hoy también por peligros incluso mayores y más alarmantes.