Tengo en mi mesilla un librito de Fernando Sarráis, chulísimo, que habla sobre el miedo. Me lo compré después de escucharle en una conferencia alucinante, en la que hablaba de lo bueno y necesario que es educar en el miedo. Visto así, parece que hay que esperar al niño a la vuelta de una esquina, y luego darle un susto, para que se acostumbre a pasar miedo. Pero no: educar en el miedo se refiere más bien a educar en la adversidad, en la certeza absoluta de que las dificultades existen, o existirán, y de que cuando pinten bastos, será mejor hacerles frente. Entonces, educar en la adversidad, o mejor dicho, formar seres que sean capaces de rugirle al miedo, multiplicará las opciones de éxito.

Algunas veces, la adversidad viene en forma de contratiempo, de desgracia frente a la cual ser capaz de mantener, en la medida de lo posible, una actitud alejada de montañas rusas emocionales, resulta mucho más que útil, y hará que la tormenta se aleje pronto. Todos conocemos personas a las que, tras un revés importante, les fue insoportable su nueva vida, y nunca pudieron reponerse. E igualmente me vienen a la cabeza personas que han resistido lo imposible, y que han incluso mejorado después del tsunami. ¿Genética? Quizá. Yo quiero pensar que puedo sembrar en mis hijos la capacidad de ser personas felices y seguros de sí mismos, con independencia de las circunstancias que les toque vivir. Que puedan descubrir, como decía Mark Twain, los dos días importantes en la vida de todo hombre: el día en que nacieron, y el día en que descubrieron para qué habían nacido. Sin despeinarse. Enseñarles a tener lo que mi padre llama voluntad de vencer.

Pero volviendo a la vida normal, en la mayor parte de las veces, la adversidad serán sencillamente las dificultades, los obstáculos a veces grandes que nos separan de nuestras metas. En una ocasión, escuché a Rafa Nadal decir que estaba muy habituado a jugar y a entrenar con lesiones. Que, a partir de un nivel competitivo, el esfuerzo físico y psicológico de la competición era tan exigente, que era imposible encontrar a alguien que no jugara con dolor de algo. Visto así, no me digas que no es útil educar niños fuertes.

Por eso en el libro se habla de cómo en edades tempranas se identifica lo placentero con lo bueno, y lo desagradable con lo malo: es un sistema básico de autoprotección, como de luces internas o alarmas, que ayudan a detectar lo bueno, y distinguirlo de lo peligroso. Y que, sin embargo, ese sistema primario hay que irlo ensanchando a medida que nos hacemos adultos, ya que, si identificamos siempre lo placentero con lo bueno o con lo conveniente, llegaríamos a destinos equivocados. Y fíjate que a pesar de ello, en la sociedad actual en que vivimos, esencialmente hedonista y alérgica al sufrimiento, se piensa que el sufrir no vale para nada, porque eso es de tontos, y que se debe buscar el placer inmediato. Todo ya, todo ahora.

El otro día me enviaron un vídeo de una madre que hablaba de las condiciones de vida tan duras que soportan los niños sirios. Hay que recordar que en Siria, hace diez años, no había guerra, ni pensamiento. Se preguntaba entonces esta madre si nuestros niños, tal y como les estamos educando ahora, serían capaces de soportar una situación de guerra, destrucción y desamparo. La respuesta unánime fue que no.

¿Qué podemos hacer? Yo pienso como Rafa Nadal, hay que cultivar la resistencia al sufrimiento. En eso pienso lo que dice Nietszche, «cuando un hombre tiene un porqué para vivir, soporta cualquier como». La cuestión será ayudarles a cada uno a buscar su porqué, y ya que se las compongan ellos para encontrar su cómo.