La ofensiva contra ciertos plásticos y microplásticos me alegra y me turba, porque en este arrebato de conciencia ecológica pública (si bien tardía, tímida, insuficiente) me sorprendo formando parte del gran despliegue industrial del petróleo en los años 70, cuando ejercí mi vida profesional como ingeniero de servicio técnico, recorriendo plantas fabriles en la España del más feroz desarrollismo.

Y es que la mayor, y principal, parte de esos años mi trabajo estuvo marcado por la expansión del petróleo en España; y así me inicié, cuando mis jefes de Philips me mandaron (era noviembre de 1969 y todavía no había cumplido yo 22 años) a resolver un problema en el control de la dilatación del eje de la turbina del buque-tanque Sardinero, situado en el dique seco de Cádiz para reparación general.

Luego, en mi etapa de Honeywell, el petróleo me atrapó con continuas intervenciones en el polígono de Puertollano (renovación de la refinería y la planta nueva de olefinas) y en esa misma empresa dediqué, la mayor parte de 1972, a la puesta en marcha de la refinería de Petronor, en Músquiz (Vizcaya), meses en los que me sentí fuertemente atraído por la destilación del petróleo y la producción de sus derivados, aprendiéndome de memoria el funcionamiento de la planta (y cuyo Manual conservo, porque en varias ocasiones he tenido que echar mano de él); muy diluidos, y mientras sonaba el Submarino amarillo de los Beatles a la hora del almuerzo en la playa de la Arena, me llegaban los rumores de que los tanques de crudo se deslizaban al haberse construido sobre las marismas de Barbadún, pero nada de eso me conmovía. Cuarenta años después he hecho causa común con los vecinos de Musquiz y la abogada ecologista Cristina Álvarez en su lucha contra la nueva planta de coque, y ha sido cuando hemos sabido que, al principio de todo, Petronor no cumplió ninguna legislación, ni administrativa ni ambiental.

También trabajé en la instrumentación electrónica de las plantas de polietileno de baja densidad en los polígonos petroquímicos de La Pineda (Tarragona) y Gajano (Santander). Y, ya en mi tercera empresa, Fischer & Porter, intervine en la planta de lubricantes minerales de Lubrisur, de Cepsa, en la Bahía de Algeciras (cuando unos años después regresé, con motivo de la ostentosa inauguración de esa misma planta, de periodista y habiéndose ya operado en mí los cambios más importantes de mi vida, sostuve una jugosa conversación con mi paisano Alfonso Escámez, entonces presidente de Cepsa y del Banco Central).

Pero en esos años conocí otras muchas fábricas altamente contaminantes y perniciosas para el medio ambiente y la salud. El año 1970 pasó a ser en mi vida como 'el de Altos Hornos de Vizcaya', a cuya acería LD, en Baracaldo-Sestao acudía de continuo por las repetidas averías en el equipo Philips, sometido a muy altas temperaturas, que controlaba la producción del acero líquido; tenía que trabajar en la cabina de la grúa-puente, en el mínimo espacio a espaldas del gruista, donde estaba el equipo electrónico medidor, en una atmosfera tórrida e irrespirable y siempre en movimiento (¡cuánto aprendí, sin embargo, y qué bien me entendí con aquellos trabajadores duros y cordiales, y cómo quedaron impresos en mi recuerdo y mi nostalgia el chirimiri sempiterno y la lóbrega, aunque entrañable, Margen Izquierda!).

Quizás debí captar de verdad el problema ambiental cuando, en agosto de ese mismo año y como pausa en mis expediciones a la Ría de Bilbao, me encargaron neutralizar los vertidos ácidos (por el nítrico y el sulfúrico) de la planta de fertilizantes de la S. A. Cros, sobre la ría del Burgo, en A Coruña, de la que protestaban los pescadores porque mataba el marisco. Pero no€ (Asistí años después al desmantelamiento radical de tan peligrosa factoría cuando apoyaba, en su defensa del dominio público, a mi amigo el biólogo Carlos Vales y al conflictivo alcalde Anxo García Seoane, del municipio de Oleiros, al otro lado de la misma ría).

En Galicia actué varias veces en la terrible planta de Celulosas de Pontevedra, reparando unos medidores magnéticos de caudal muy delicados (pero que me valieron por un espléndido curso en la fábrica de Veenendaal, Holanda). Veinte años después regresaría a combatirla, apoyando a la Plataforma Po La Defensa da Ría, una de las entidades primeras en llevar a la cárcel a directivos de empresas contaminantes, tras la modificación del Código Penal. Contaminante y escandalosa era (y aún creo que lo es) la fábrica de Carburos Metálicos, en Cée (A Coruña), donde también trabajé.

Visiblemente contaminantes eran, de entre las plantas siderúrgicas que visité, Forjas Alavesas (Vitoria), Fundiciones Estancona (Durango, Vizcaya), Funditubo-Nueva Montaña (Santander) y alguna más que ahora no recuerdo. € Y casi peores eran las fábricas de Uralita, en Getafe y Sevilla, así como Abonos de Sevilla y Potasas de Navarra; habitualmente, mi estancia era de pocos días, a veces, horas y, aunque compartía y escuchaba, mi conciencia se inclinaba a la tecnología y el desarrollo, mientras mis jefes me aseguraban que yo tenía un brillante futuro ingenieril€

En mayo de 1970, en otra pausa de mis tareas en Altos Hornos, se me envió (con el apacible y competente Ángel Blesa, el mejor compañero de trabajo que he tenido) a la central térmica de Velilla, en el alto Carrión (Palencia). Recuerdo el penacho contaminante de su primer grupo generador, pero más me impresionaron las primeras truchas de mi vida, devoradas en el poblado de la central, y la belleza de la Montaña palentina. Esta es una de las centrales condenadas al cierre en unos meses.

Para asumir el problema ambiental necesité cambiar del petróleo a lo nuclear, y esto sucedió en mi última etapa de ingeniero, con sus circunstancias.

Tras aquella apretada experiencia de joven tecnófilo, que bloqueó mi conciencia ambiental, he de añadir otro pecado, consecuente, y es el desdén que me producen tantos ingenieros de la Administración, burócratas de papel y palabra, sin la menor idea de la técnica, del territorio o de las necesidades sociales.