No ha sido fácil representar el papel del perdón. No ha sido fácil hacer ver que había olvidado todo. La motivación no era mayor que mi dolor, pero sí suficiente para soportar la náusea de tenerlo frente a mí. Mi pequeña hermana no tenía que fingir. Ella parecía no recordar nada. Se trata de un mecanismo de defensa, según explican los psicólogos.

«¡Abrid los ojos, desgraciados!», son palabras de mi padre que he oído mil veces. Nos hacía sentarnos en el sofá y colocaba a mi madre en una de las sillas de la cocina frente a nosotros, que asistíamos atónitos a aquel esperpéntico espectáculo. Mientras otros niños veían Barrio Sésamo o el 1, 2, 3, nosotros contemplábamos cómo mi padre obligaba a mi madre a golpearse a sí misma.

«¡Golpéate, golpéate, inútil! Mirad lo que me obliga a hacer vuestra madre. Si no fuera tan zorra, nos ahorraríamos muchos problemas».

Al principio, solo la inducía a golpearse. Después le facilitaba objetos punzantes o cortantes para que las lesiones fuesen cada vez más graves.

«Prueba a denunciarme, querida. Verán que has sido tú misma quien se ha agredido. ¿Quieres que te acusen de nuevo de interponer una denuncia falsa? ¿Quieres que les cuente a todos, otra vez, lo puta que eres? Estabas muy graciosa con esa cara de idiota que se te quedó cuando nadie te creyó. Si no fueses tan guarra esas cosas no te pasarían».

Ella trataba inútilmente de hacerlo entrar en razón. De mil formas: disculpándose, negándolo todo, pidiéndolo por nosotros, dando mil explicaciones, callándose e incluso, dándole la razón. Nada funcionaba. Hasta que ella no quedaba malherida, llorando, abatida, vomitando o desmayada, él no se calmaba.

Cada vez que mi padre salía por la puerta, lo hacía convencido de que mi madre le iba a engañar. No le cabía la menor duda. Cada vez que ella salía, él albergaba la misma sospecha. No le permitía ir a las tiendas atendidas por hombres. No le permitía coger el autobús y, por supuesto, no podía trabajar. Limpiaba alguna casa, de alguna señorita o alguna viuda, casas sin hombres. Pero nada era suficiente para su tranquilidad.

Cada seis meses, íbamos al pueblo de los abuelos pues le tocaba a mi madre hacerse cargo de ellos. Ahí ya, mi padre se volvía loco, nos despedía diciendo cosas como «ya va el putón a acostarse con todos los del pueblo». Y a nuestro regreso no se conformaba con que mi madre se golpease a sí misma, ahí las palizas corrían de su cuenta y, como siempre, se empeñaba en que no nos perdiésemos el show. «Así aprenderéis», decía.

Siempre me he sentido muy culpable por odiar a mi padre. Aunque la cabeza me dijera que estaba en mi derecho, algo en mí me hacía ver aquel sentimiento como anti natual por mi parte. Siempre me he sentido culpable además, por no haber sabido protegerlas a ellas, a mi madre y a mi pequeña hermana.

Más de una vez quise contarlo todo y mi padre me adivinaba la intención. «Si te vas de la lengua, mato a tu hermanita y a tu mamá. ¿Quieres eso? ¿A que no?».

Así pasaba nuestra vida, matándonos un poco cada día, envenenando gota a gota mi corazón, rompiendo de mil maneras a mi madre, alejando a mi hermana de la realidad, una hermana que vivía en un mundo paralelo, afortunadamente y un padre que cada día nos odiaba más a todos, cada día se odiaba más.

25 de diciembre. Nunca olvidaré esa fecha. No sé de dónde sacaba mi madre las fuerzas para que viviésemos en casa algo parecido a la Navidad, no sé dónde encontraba el ánimo para decorar la casa.

Mi padre accedió a que pasásemos el día de Navidad con la familia de mamá. Él vino también. Yo me pasé todo el tiempo aguantando las lágrimas de felicidad, de rabia y de envidia. Mi tío tenía regalos para todos. Vimos una película, comimos palomitas y abrimos nuestros regalos.

Mi tío y mi tía nos abrazaban y nos besaban a sus hijos y a nosotros por igual. Mi padre refunfuñaba, pero guardaba las formas. En casa nunca había besos cuando él estaba delante. No aguantaba que mi madre nos besase a mi hermana o a mí. Los celos le envenenaban la sangre. Así que yo estaba algo tenso, pero mi padre no dijo nada, a pesar de que mi tío abrazaba y besaba a mi madre como si fuese una niña más.

Al acabar el día, la primera bofetada le cayó a mi madre nada más cerrar la puerta del coche. La fue golpeando todo el camino. Mi madre llegó a casa sangrando y con la cara deformada, los ojos hinchados y ensangrentados, la nariz rota y un hilo de voz. «Todo el mundo para adentro, aún no ha acabado la función», nos advirtió. Mi hermana no apartaba la mirada de la muñeca que llevaba abrazada y le susurraba cosas al oído: «No mire usted, doña Clotilde». Y yo no pude contener la orina.

Llegamos a casa, un 4º C sin ascensor. «Pasa, puta, hoy vas a volar». Yo no quería entender aquellas palabras, pero creo que lo supe al momento. Mi padre abrió el gran ventanal del salón, la noche estaba fría y la luna preciosa, ajena a nuestra desgracia. «Saltas tú o saltan ellos, tú eliges». Esto lo dijo muy bajito mi padre, pero lo escuchamos todos, todos menos doña Clotilde y mi hermana.

Y mi madre, como un ángel roto y suave, nos besó por primera vez a mi hermana y a mí delante de mi padre, fue un beso ensangrentado e inolvidable. Se dirigió hacia el ventanal y se dejó caer como una pluma roja que ya no volverá a escribir ninguna página.

«Un suicidio a causa de una larga depresión», dijeron. Que estaba loca, comentaban. Que se autolesionaba, aseguraban. Que pobre hombre, se lamentaban.

Mi padre nos envió a estudiar fuera. El pobre viudo renunciaba a sus hijos para que cambiasen de aires y pudiesen olvidar.

Nuestras vidas se separaron de la de mi padre. Mi hermana y yo nunca hablábamos de lo ocurrido.

Y un día sonó el teléfono. Mi padre estaba enfermo y mi hermana o yo deberíamos ocuparnos de él. Nadie debería pasar la Navidad solo... «Voy yo», calmé a mi hermana.

No cogí apenas equipaje. El odio, la rabia y el dolor solapado viajaban conmigo. Cuando llegué él estaba en el sofá. Hacía frío y aún no me había quitado el gorro ni los guantes. Me miró en silencio. Yo tampoco dije nada. Me dirigí a la cocina. Saqué un cuchillo del tercer cajón, estaba bien afilado. Cogí una silla de la cocina, la silla de mamá.

«Siéntate aquí, hoy el espectáculo corre de tu cuenta», escupí. Le di el cuchillo y ocupé su puesto en el sofá. «Ya sabes cómo se hace, se lo has visto hacer mil veces a mamá. No quiero fallos. Hoy vas a volar».

Sabía que iba en serio. Lo vi atravesar sus muñecas. Ni siquiera lloró. Ni siquiera lloré.

Me marché sin dejar huella ni rastro.

Llamé a mi hermana, el coche me había dejado tirado y tendría que ir otro día a ver a papá.