He venido sin ganas a esta cita, cediendo ante la presión de mis amigas, que son quienes la han concertado, convencidas de que esto es justo lo que necesito para superar 'el tema de Luis' y de que este tipo es todo un partidazo para mí, como si a mí eso me hubiese importado alguna vez.

'El tema de Luis', así es como se refieren ellas al hecho de que Luis me haya abandonado por el mecánico de nuestro taller. No sé si es que aún, a pesar de los tres meses que han pasado, no he reaccionado o qué, pero la verdad es que yo no me siento tan mal, no tengo ganas de nada ni de comer ni ver la tele ni de salir, pero como, miro la tele y salgo, como ahora, por obligación.

Ya decía yo que no era muy normal que un coche nuevo como el nuestro se estropease tanto. «Que había salido malo», me decía Luis. Malo tú, Luis, malo tú.

A mis amigas también les resulta inquietante que yo no le hubiese notado nada raro a Luis en la cama, para ellas las cosas son blancas o negras y también les extraña que yo les asegure que me molesta menos que me haya dejado por un tío que si lo hubiese hecho por una tía. «A ver, contra eso no puedo competir: yo no tengo pene», les suelto con mi habitual ordinariez. Yo, en realidad, no diría esas cosas, pero me mola ver las caritas de escándalo que ponen ellas.

El caso es que el tipo que tengo enfrente, un cincuentón con su reloj de marca, su pulserita de España, su pelo abundante, sus canas (que no digo yo que no resulten atractivas para otra), su camisa de marca, su jerseicito anudado al cuello y esos naúticos en unos pies demasiado pequeños para su estatura y que parece que acabase de bajarse de un barco, me da cierto repelús y aún no he probado bocado.

— ¿Tú qué tren de vida llevas?— me pregunta el buen señor.

Me quedo mirando fijamente el plato inmaculado con esa pequeña porción de comida ridícula y visualmente perfecta que lo acompaña y que le va a salir a mi cita por un ojo de la cara, porque este tiene pinta de no dejarme pagar a medias.

—Pues yo ahora mismo soy un tren abandonado.

No sé muy bien si lo he dicho en voz alta, pero por su respuesta creo que sí.

—Bello, vacío, melancólico, triste —deduce él.

—No, echa polvo y dado por muerto. Y tú, ¿eres de los que llega tarde al tren? ¿De los que pasa de cogerlos? ¿De los que no se quieren perder ni uno? ¿De los que se equivocan de tren, de parada, de trayecto, de vagón?

—Ya me habían dicho tus amigas que eres muy rara, eso me gusta.

—¿Te dedicas a molestar a los demás pasajeros? ¿Vas sin maleta? ¿Llevas mucho equipaje? ¿Te gustan los trenes antiguos, los de alta velocidad, los de cercanías, los de largas distancias? ¿Te gustan todos los trenes? ¿Sabes? En mi vagón había demasiados pasajeros y resulta que la que sobraba era yo. Uno de los otros pasajeros no solo me arreglaba un coche que no estaba roto, sino que además, se tiraba al maquinista, a mi maquinista.

—Ya, bueno, tus amigas me han contado algo, pero me han advertido que no te sacase ese tema.

—Adelante, pregunta.

—No, no hace falta.

—¿Y tú por qué has quedado conmigo? ¿Qué buscas?

—No lo sé. Estoy solo, supongo. Creo que he vivido casi todo lo que tenía que vivir antes de centrarme en una sola persona. Me apetece hacer el viaje acompañado. ¿Es una buena respuesta?

—Eso solo depende de si es una respuesta sincera. ¿Y qué ofreces?

—Bueno, tengo una posición acomodada, no necesito trabajar ni que trabaje mi pareja. Me gusta viajar, darme y dar caprichos a quien se apunte al viaje, la buena mesa, la buena cama, el lujo, soy un buen partido, pero eso ya te lo habrán dicho tus amigas. ¿Es una buena respuesta?

—Es una respuesta vacía, de alguien que no ha aprendido nada. ¿Cuántos años tienes? dime. Solo me has hablado de cosas que se pueden tocar, que se pueden ver, que se pueden comprar y los trenes abandonados no estamos en venta.

—¿Y qué ofreces tú, listilla?

—Yo no vendo nada, no busco nada, no he venido aquí por mi propia voluntad sino para que me dejen en paz mis colegas. Pero en el caso de establecer una relación personal, del tipo que sea, con cualquiera nunca ofrecería 'mercancía'. Yo ofrezco verdad, sinceridad, claridad. Ofrezco no actuar por compromiso. Hacer lo que quiera que haga por mí, para mí, aunque sea para el otro. Ofrezco respeto. Ofrezco mi mal humor, mi buen humor, mi ingenio, mis gilipolleces y mi alegría y mi tristeza auténticas. Nada de lo que yo pueda entregar es impostado y nada estará por encima de mi propio deseo. Esa mierda es la que yo ofrezco. ¿Te parece una buena respuesta?

—Me parece una respuesta digna de que pidamos la cuenta.

—Pagamos a medias.

—Ni lo sueñes —responde desnundándose el jersey que aún llevaba atado al cuello y que ahora parecía apretarle más que antes.

Y así acabó la cita, sin subirnos a ningún tren, una cita en la que, sin duda, ganamos los dos.