En 1983, la escritora, crítica y activista feminista norteamericana Joanna Russ escribió este libro que ahora publica en español Barrett Dosbigotes; un ensayo erudito, repleto de anécdotas que podrían parecer inventadas si no fuesen parte de una cruda realidad: la de cómo el mundo del arte (los ejemplos vienen mayoritariamente tomados de la literatura y la pintura) obstaculiza con distintos argumentos la vocación artística de las mujeres y su inclusión en el canon.

Como afirma en el prólogo Jessa Crespin, 35 años después de su publicación en inglés, las dificultades de las mujeres para legitimar su pertenencia a un campo de la cultura siguen siendo parecidas. Veamos cuáles son estos obstáculos según la autora, y añadamos algunos más de nuestra propia experiencia como mujeres vinculadas al mundo de la cultura.

La convicción de la crítica decimonónica de que las mujeres no debían dedicarse a la literatura está presente en la vida de Emily, Anne y Charlotte Brönte, que tuvieron que publicar bajo seudónimos para ser tomadas en serio. De esa manera escapaban de un prejuicio generalizado: el de que las mujeres no eran capaces de escribir. Sin embargo, una vez que se debía constatar que lo hacían, la sociedad les negaba la autoría. Así se puso en duda la autoría exclusivamente femenina de Jane Eyre y de Frankenstein; y cuando no había más remedio que aceptarla, se decía que la autora en cuestión no escribía como una mujer. A nuestra querida doña Emilia Pardo Bazán, el mayor elogio que se le hacía era que escribía como un hombre, lo que no le ayudó para entrar en la Real Academia de la Lengua como deseaba, a lo que se opusieron Menéndez Pelayo o Clarín.

Si la autoría femenina era finalmente aceptada, la crítica se preguntaba si la autora debería haber escrito lo que escribió; afirmaba que su obra no es arte, o la atribuye a la furia o la histeria femenina que hará difícil al marido la convivencia con la autora (cuya ambición debe ser siempre el cuidado del hogar y del esposo). Otra forma de descalificar o banalizar la producción artística de las mujeres consiste en hablar de su belleza o su fealdad física, y no de su obra.

Como es evidente que las preocupaciones de las mujeres fueron, y siguen siendo en alguna media, distintas a las de los hombres, otro mecanismo para negar su aportación al arte consiste en devaluar los contenidos de sus obras.

La devaluación automática de las mujeres se basa en la creencia de que la masculinidad es normativa y universal y la feminidad anormal y singular. Esta creencia: «Permite a los hombres no vivir el sufrimiento femenino como algo representativo del sufrimiento humano, y por tanto también masculino. El sufrimiento femenino es? menos relevante, menos significativo, menos amenazador que el dolor que experimentan los hombres». Muchas autoras confiesan cómo los hombres no las leen por considerar sus obras 'cosas de mujeres' y no despertar su interés, mientras que la educación ha enseñado a las mujeres a interesarnos por 'las cosas de los hombres' como modelo de lo humano.

El sexismo del lenguaje es una muestra de este doble rasero que se mantiene aún hoy. Siri Husvedt comentó hace unos meses a propósito del éxito de Karl Ove Knausgaurd cómo la autoficción de los hombres se considera de pleno derecho como literatura, mientras que las cartas, diarios, relatos autobiográficos de las mujeres no se consideraron tales hasta que los hombres se ejercitaron en la misma práctica. La experiencia femenina se considera menos importante y representativa de lo humano que la masculina e incluso «el contenido de las obras puede distorsionarse según se piense que el autor es de un sexo u otro». Para Joanna Russ, la invisibilidad social de la experiencia de las mujeres es un sesgo tramado que muestra la mala fe de la crítica y de un sistema eminentemente patriarcal.

Ningunearlas y atribuir su obra a sus maridos es otro modo de desvalorizar a las mujeres, como sucedió con Marie Curie, descrita como la ayudante de Pierre Curie. Hace poco más de un año, en la faja de su obra Reencuentro de personajes, Elena Garro fue reducida a su relación con los hombres con los que convivió: «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez, admirada por Borges». De su obra ni una sola palabra, lo que levantó la lógica protesta de muchas mujeres de la cultura. Los ejemplos que muestra Russ son otros, y merece la pena conocerlos. Considerar arte poco serio la producción de las escritoras, o catalogarla como «literatura femenina, específica para mujeres» es otra devaluación que aún hoy permanece.

Muy interesante resulta la descripción de otro mecanismo utilizado por el stablisment masculino para negar la genealogía de las obras escritas por mujeres: considerarlas como meras anomalías, facilitando así su exclusión del canon mediante el aislamiento. El ejemplo más sonoro es el de Mary Shelley, que ha pasado a la historia como la autora de un solo libro, Frankenstein, cuando escribió ensayos y novelas que apenas son conocidos, lo que impide también que el conjunto de su obra tenga influencia en otras escritoras, y facilita que su contribución sea considerada como una anomalía.

Estos mecanismos han contribuido, según Russ, a que muchas autoras abandonen la escritura, desalentadas ante un sistema empeñado en negarlas.

Si tuviésemos que añadir hoy un nuevo obstáculo para que la obra de una autora sea considerada merecedora de ser incluida en el canon, tendríamos que apuntar hacia su militancia feminista. Ser considerada feminista resta puntos como creadora, pues particulariza y aleja su contribución del supuesto 'universal del arte'. Un reduccionismo intencionado que hace que muchas escritoras que aspiran a que su obra sea considerada tan literaria como la de los hombres huyan de esa etiqueta.

Reseñamos aquí un libro ameno e interesante, que desvela ese techo de cristal que sigue haciendo que el canon literario y artístico sea blanco, occidental y masculino.