30 de septiembre

Apocalypse. Del mismo modo en que cada vez me atrae más el ensayo que la literatura de ficción, también empiezo a preferir los documentales a las películas. Los autores de la serie francesa Apocalypse, la 2e Guerre Mondiale han demostrado un gran tino al seleccionar y ordenar los infinitos materiales audiovisuales de los que disponían. Es imposible resistirse a visionar una y otra vez sus seis episodios (verdaderas obras maestras narrativas), ya que condensan a la perfección todo el absurdo, el horror y el sufrimiento que trajo a la humanidad la Segunda Guerra Mundial.

Entre sus principales causantes, Hitler y Mussolini, dos hijos de puta sin apenas parangón. Tendemos a pensar que Mussolini fue menos sanguinario, pero su estúpida obsesión por restaurar el Imperio Romano le llevó a perpetrar horrendas masacres en Libia y Etiopía. Sin embargo, la serie evidencia que Mussolini llegó a cobrar conciencia en sus últimos años de que había embarcado a su país en una locura sin objeto. Hitler, en cambio, pareció aferrarse hasta el final a su trágica fantasía: haber sido elegido por el destino para llevar a cabo una misión histórica.

1 de octubre

El tiempo en sus manos. Reponen por televisión El tiempo en sus manos, película de George Pal basada en La máquina del tiempo de H. G. Wells y protagonizada por Rod Taylor. Al igual que ocurre con El hombre que pudo reinar, filmada por John Huston a partir del cuento homónimo de Rudyard Kipling, los guionistas hicieron una labor extraordinaria, amplificando y enriqueciendo la obra original sin llegar a traicionarla. El tiempo en sus manos es una de esas películas que ves de niño y se te quedan grabadas para siempre.

No recuerdo si la novela contiene la escena en la que a Rod Taylor, el viajero del tiempo, se le deshace un libro entre las manos. Nos encontramos en el año 802701 y los humanos (los Eloi) han alcanzado un estado de necedad unánime: viven aferrados a una juventud que creen eterna, se dedican sólo a jugar y desprecian la cultura y el conocimiento... Quizá la novela de Wells sea más premonitoria de lo que pensábamos. Los Eloi ya están entre nosotros y pasan todo su tiempo embobados ante alguna pantalla, mientras los Morlocks (las grandes corporaciones) acechan en el subsuelo para nutrirse de ellos.

2 de octubre

Paredes del Caramucel. Mi casa se encuentra encajonada entre otras y no puedo ver el paisaje que nos rodea. Sin embargo, basta dar unos pasos para llegar a la Gran Vía y divisar desde ahí las Paredes del Caramucel. Son unos altos farallones de roca desnuda y anaranjada que se levantan, mudos y majestuosos, a unos treinta kilómetros de distancia. Normalmente no reparo siquiera en ellos, pero a veces, mientras camino por esa calle, me quedo mirándolos como si fueran algo más que rocas, como si de algún modo representaran para mí el anhelo (siempre latente) de huir y romper con todo.

3 de octubre

Predicciones. Hablo con un empresario al que me une cierta cordialidad. Da empleo a quinientos trabajadores por todo el país y factura anualmente diez millones de euros. En su opinión, nos hallamos a las puertas del apocalipsis. El gasto y el consumo están cayendo a marchas forzadas mientras los políticos y la Administración se pierden en cuestiones bizantinas sobre transparencia, protección de datos o nacionalismo. Cree que el Estado colapsará en el próximo otoño. Licenciado en Historia, afirma que nada escapa a los ciclos y que, antes de quince años, nos sumiremos en una nueva guerra civil.

5 de octubre

Saltos al vacío. Esta mañana, Juan de Dios Cano me ha contado la historia de dos promotores inmobiliarios que, arruinados por la crisis, se conjuraron para arrojarse desde la azotea de un edificio. Preferían una muerte rápida y brutal al oprobio de la cárcel. En el último momento, uno de ellos se lo pensó mejor e intentó disuadir a su compañero, agarrándolo de la mano. Pero el otro no atendía ya a razones: se zafó de él y saltó al vacío. El superviviente, que ha cumplido ya su pena de prisión, fue quien le refirió esta historia.

6 de octubre

Poses de ayer y de hoy. Mientras comemos en un restaurante de Archena, la familia de la mesa contigua se hace un retrato en grupo. Todos transforman su expresión para asegurarse de aparecer bien sonrientes y felices. El otro día me fijé en unas fotografías de principios del siglo XX y los retratados mostraban sin reparo un gesto serio y adusto. ¿En qué momento se produjo el cambio? ¿En qué momento la gente empezó a creer que debía ser vista por los demás como un dechado de felicidad?

Hace años compré en una librería de viejo la biografía de Mark Twain, hombre y leyenda, debida a DeLancey Ferguson, y lo que más me sorprendió fue el gesto agresivo y crispado con el que Twain ocupaba la portada; no parecía, desde luego, el rostro de una persona dichosa. Hoy día, ningún escritor tendría el valor de retratarse así, y aún menos en Norteamérica, donde un autor que no pareciese feliz (o al menos satisfecho) correría el riesgo de despertar el rechazo de los lectores.

7 de octubre

Paralelismos. Ya comenté en otra entrada de este diario que Manuel Vilas, aragonés de 1962, ha conseguido una notable repercusión con su novela Ordesa. En ella habla de sí mismo y de su familia, despojándose (como si arrojara lastre desde la barquilla de un globo) de cualquier forma de pudor. A este éxito han contribuido su buena prosa de poeta y la estructura narrativa empleada, pero también el hecho de que su familia (que él creía tan singular) resulte no diferir apenas de las de sus coetáneos y lectores.

Todos los que somos hijos de esa época podemos vernos fácilmente reflejados en Ordesa. A mi padre, por ejemplo, siempre le preocupaba despeinarse y llevaba un pequeño peine en la cartera; mi madre tiró a la basura muchos de mis tebeos; mi abuelo paterno era una criatura misteriosa de la que jamás se hablaba; y entre mis tíos hubo uno descarriado que acabó mal. Todas y cada una de estas cosas le ocurrieron también a Manuel Vilas.