En este último año, el Reino Unido, y en especial la ciudad de Londres, está sufriendo un cierto repunte de crímenes violentos, lo que ha permitido que un racista xenófobo como Trump insulte reiteradas veces y, cómo no, por Twiitter, a Sadiq Khan, el alcalde de Londres, haciéndolo responsable, debido a su supuesta permisividad frente a la inmigración, de una aún más que supuesta ola de criminalidad. Falso de toda falsedad, como casi todo lo que sale de los mentirosos dedos tuiteros del Trump.

Es cierto que, dentro de una espectacular tendencia de caída de la criminalidad, en Reino Unido y en todo el mundo, se ha producido ese repunte, debido fundamentalmente a las batallas a navajazos que se libran entre distintas bandas de extranjeros que pugnan por controlar el tráfico de drogas en ciertos barrios de Londres. Que eso lo resalte un presidente de un país cuyo ratio de criminalidad violenta es diez veces el del país al que denigra, no deja de ser irónico, por no decir patético. La gente puede ser violenta en cualquier parte, solo con la diferencia de que en Estados Unidos lo es en mucha mayor proporción y los violentos cuentan además con la inestimable ayuda de rifles automáticos de repetición que pueden abatir en cuestión de segundos docenas de víctimas desapercibidas, como sucedió con un francotirador desde la azotea de un hotel en Las Vegas, hace pocos meses.

A pesar de tantas armas sueltas en Estados Unidos (por cierto, en manos de una proporción relativamente pequeña de individuos que atesoran una armería con la que parecen disponerse para una guerra inminente) incluso en ese país las estadísticas de crímenes violentos han ido descendiendo de forma sustancial y constante. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿desaparecerán algún día los crímenes violentos de la faz del planeta? Aunque parezca una pregunta estúpida, no lo es tanto. Si tenemos en cuenta que, estadísticamente hablando, los crímenes violentos en Europa, por ejemplo, son auténticas rarezas dignas de figurar en las primeras páginas de los periódicos; si comparamos eso con el hecho de que hasta un ochenta por ciento de los humanos prehistóricos solían perecer de forma violenta debido a enfrentamientos entre hordas o dentro de la horda, la verdad es que el avance en la reducción progresiva del crimen ha sido más que notable en la historia de las sociedades humanas.

Los crímenes violentos siguen estando hoy muy presentes en sociedades poco desarrolladas, donde la pobreza y la miseria parece que provocan que la vida de las personas tenga mucho menos valor. La excepción son los países de América Latina que, por diversas y variadas razones, ofrecen unas cifras de muertes violentas que tienen poca relación con su nivel de desarrollo socieconómico si los comparamos con otros países asiáticos (especialmente) y también africanos de riqueza similar.

Los positivos índices de desarrollo humano de las últimas décadas, el final de muchas de las guerras que asolaban el planeta hace apenas unos años, junto con el desarrollo tecnológico, son sin duda factores determinantes que explican una tendencia tan esperanzadora en el declive del crimen y la violencia. Probablemente tiene mucho que ver la mejora de las técnicas forenses (tipo CSI) que pone más complicado cometer un crimen violento y quedar impune, sobre todo si no ha sido un acto premeditado y preparado con antelación y con los recursos suficientes. El análisis del ADN ha supuesto un avance funamental en este sentido. El que dentro de unos años se pueda analizar el ADN con los simples restos de la respiración de un individuo que pasaba por allí, sin duda terminará de asentar este recurso como lo que es ya: un auténtico milagro de la ciencia forense.

Entre los avances tecnológicos que seguirán impulsando el descenso de la criminilidad hay varios de especial interés y significación, como el big data, el internet de las cosas y el fin del dinero físico. Gracias al big data, y a los algoritmos predictivos que extraen conclusiones de diversas fuentes, las policías de las grandes ciudades son capaces de predecir ya dónde es más probable que se produzcan ciertos tipos de delitos. Concentrar los esfuerzos de los recursos policiales en esos lugares específicos hace que la eficiencia policial aumente de forma sustancial. El Internet de las cosas hará literalmente imposible el robo violento, ya que todo lo robable estará permanentemente conectado a internet, enviando señales continuas de su ubicación. Y no se trata de que un coche, por ejemplo, lleve un detector adosado a los bajos. Es que el propio coche estará construido con miles de detectores que formarán parte inseparable de cada una de sus piezas. Las casas no tendrán detectores de seguridad, sino que toda la casa será un fuente permanente y continua de emisión de información conectada a la red, impidiendo que una brizna de hierba se mueva sin ser inmediatamente detectada y registrada. El fin del dinero físico, sustituido por un dinero electrónico de control descentralizado en base a tecnologías tipo blockchain hará que el concepto de robo o incluso de estafa se convierta en una auténtica rareza digna de un museo. Sensores biométricos incrustados en la piel de los agresores de género harán que se detecte inmediatamente un aumento de la agresividad que a su vez disparará el suministro de sustancias químicas tranquilizadoras.

Lo único negativo que nos traerá esta etapa de pacificación suprema será el cierto (y bendito) aburrimiento que conllevará tanta tranquilidad. Menos mal que siempre nos quedará la literatura, el cine y los videojuegos, en su última encarnación de visores de realidad virtual unidos a sensores de movimiento, sensibilizadores de presión y emisores químicos de olores, que nos permitirán experimentar la adrenalina que alimenta la pulsión criminal. Puestos a ser un violento virtual, me pido el papel de Jack el Destripador: al fin y al cabo, siempre me ha encantado la casquería.