La neurocientífica Cordelia Fine, doctora en psicología, escritora, profesora de historia y filosofía de la ciencia en la Universidad de Melbourne y miembro del Instituto de Liderazgo de la Mujer de Australia, lidera un interesantísimo campo de investigación denominado neurosexismo que define como «el uso del lenguaje o de los principios de la neurociencia para justificar añejos estereotipos y roles de género de una forma no sustentada científicamente». Mucho se ha hablado de las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres y de si estas 'diferencias inherentes' predisponen a los sexos a comportamientos estereotipados que quedan así reforzados y legitimados. Estas diferencias se perciben como algo natural, fijo e invariable en tiempo y lugar, debido probablemente a la existencia de circuitos cerebrales femeninos versus masculinos, supuestamente determinados por la genética. Hay muchos ejemplos que demuestran cómo la investigación de género contemporánea, principalmente a través de la psicología y sociología, ha partido de puntos de vista trasnochados como el de la existencia de rasgos de comportamiento de género (la agresión), habilidades (la precisión empática), actitudes (la sexual), intereses (ciencias frente a letras) y roles (el cuidado) etc., que se han mantenido polarizados e inmutables.

En su libro Cuestión de sexos. Cómo nuestra mente, la sociedad y el neurosexismo crean la diferencia Fine demuestra, de forma crítica y rigurosa, que las supuestas pruebas que sostienen las diferencias biológicas innatas entre hombres y mujeres son erróneas y exageradas. Lo que la ciencia demuestra es que hombres y mujeres poseen en su cerebro un complejo mosaico de características masculinas y femeninas asociadas. Por lo tanto, las diferencias sexuales no dan lugar a cerebros masculinos y femeninos sino más bien a mosaicos únicos de 'hombre' y 'mujer' que no son fijos. Sostiene que tanto las diferencias mujer-varón como el comportamiento individual varían a través del tiempo y en función del lugar, grupo y contexto cultural, y que son producto de un proceso de desarrollo dinámico que interactúa con la experiencia. Subraya Fine que la difusión de descubrimientos neurocientíficos en revistas, libros y multitud de foros que siguen sosteniendo que es la existencia de dos tipos de cerebros, uno masculino y otro femenino, claramente diferenciados y distintos, la generadora de diferencias psicológicas y comportamientos inmutables, «es una historia que aparentemente convence porque promete una explicación ordenada y satisfactoria y, porque además, ofrece una cómoda justificación del statu quo de género».

Parece que ha llovido mucho desde que Hipatia de Alejandría fue asesinada en el siglo V por superar en conocimientos a sus congéneres masculinos. Sin embargo, a día de hoy, la realidad de las mujeres en la ciencia muestra que la desigualdad de género es, si cabe, más sangrante y más notoria precisamente porque han transcurrido más de quince siglos. El campo de la biomedicina es un claro ejemplo: España tiene una de las tasas más altas de médicas de toda Europa (tres de cada cuatro estudiantes de Medicina son chicas), pero sólo un 12% de los puestos de dirección del ámbito sanitario están ocupados por mujeres y no llegamos al 5% al frente de cátedras o centros de investigación médica.

Con el objetivo, necesario, de promover la paridad de género en todos los ámbitos, y particularmente en la Ciencia y la Tecnología, en 1971 se fundó la Association for Women in Science en los Estados Unidos. Una década después se produjo una sensibilización general de la Comunidad Europea a iniciativa de los países nórdicos y del Reino Unido que culminó, casi veinte años más tarde, en la formación del Grupo de Helsinki para examinar la situación de las mujeres en la Ciencia en treinta países. Cuando en el año 2000 se publicó el informe ETAN, elaborado por un grupo mixto de personas expertas, los datos demostraron que las mujeres investigadoras y docentes estábamos, en palabras del entonces comisario europeo Philippe Busquin, «sub-representadas en los puestos clave en los treinta países».

En el año 2002 se constituyó en España AMIT (Asociación de Mujeres en la Investigación, la Ciencia y la Tecnología) con los objetivos de defender los intereses y la igualdad de derechos y oportunidades de las investigadoras y tecnólogas españolas, promover el cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión Europea para lograr la equidad de género y las normativas españolas recogidas en la Ley Orgánica para la Igualdad efectiva entre Mujeres y Hombres y la incorporación del enfoque de género con carácter transversal incluida en la Ley 14/2011, de 1 de junio, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación.

Es el momento de integrar las herramientas de la ciencia, que avanzan continuamente, con los conocimientos de las investigaciones de género y de atender el problema del neurosexismo, entre otros, mediante una discusión científica más rigurosa. La ciencia es parte de la cultura y, al fin y al cabo, la lucha contra el sexismo en la ciencia y contra el sexismo en la sociedad están íntimamente relacionadas. Se puede y se debe hacer una investigación diferente rechazando la imagen neutral y tradicional de la ciencia que muestre cómo se han distorsionado con sesgos sexistas las aproximaciones teóricas y metodológicas y, además, no se puede seguir manteniendo, el injusto lugar de las científicas en las instituciones.

Ganará la comunidad científica y el resto de la sociedad cuando seamos capaces de visibilizar y valorar la aportación histórica de las mujeres a la Ciencia. Es ineludible poner en marcha las propuestas que se han impulsado para que tengamos las mismas posibilidades de generar conocimiento, de decidir la orientación y revisión de las investigaciones para, como señala Fine, no seguir contribuyendo a sostener afirmaciones que de científicas tienen poco.