"Como el toro he nacido para el luto», se dice a sí mismo el que fue pastor, poeta y dramaturgo Miguel Hernández, nacido en Orihuela y fallecido en prisión, dejado morir en una cárcel de Alicante, donde terminó su vida, hacen ahora 71 años, cuando él tenía 31 de edad.

De familia humilde, Miguel Hernández tiene que abandonar muy pronto la escuela para ponerse a trabajar, y lo hace pastoreando con las cabras que tenía su padre; aun así desarrolla su capacidad para la poesía gracias a ser un gran lector de la clásica española, y forma parte de una tertulia literaria en Orihuela donde conoce a Ramón Sijé, con quien establece una gran amistad. La 'elegía' que le dedica a su amigo es de una belleza inusitada, y el dolor forma ya parte de ese poema, el dolor por el fallecimiento. «No hay extensión más grande que mi herida», le dice. Y le reclama al almendro a su compañero, para hablar de cuantas cosas aún les quedan por hablar.

Sus primeros poemas, publicados en la ciudad de Murcia, ya eran delicia de poetas de la Generación del 27 y de cuantos llegaron a conocer sus primeros libros. Tal vez el más importante sea el que publicaron en Ediciones Héroe Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, El rayo que no cesa. Donde se sabe barro, aunque se llame Miguel, porque su profesión y su destino son barro, según el poeta. Y es en ese libro donde la figura del toro se adentra en su propia alma: «Y un toro solo en la ribera llora / olvidando que es toro y masculino». Es la fiereza perdida por la ausencia, la gravedad del hombre propuesta en las ingles y en la firmeza de un animal como el toro, cuando sabe el poeta que él, como el toro, ha nacido para el luto, y por ese sentido va marcado ya al nacer.

Amigo personal de Pablo Neruda, Cossío, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, murió Miguel Hernández demasiado joven en el sufrimiento de aquella guerra incivil que marcó España para siempre. Y es ahora, al cumplirse 71 años de su muerte, podría decirse de un abandono buscado y mantenido del propio carcelero que era el franquismo, cuando se alza su voz («pido la paz y la palabra», diría Blas de Otero) más que nunca, que es también su poesía para reclamar libertad, la libertad que quedó para siempre sin aquella hermosa voz poética, y sin aquel soldado de la República que era un hombre bueno y que casó con Josefina Manresa, a quien dedicó sus poemas de amor en aquella guerra terrible donde se impuso una dictadura que no veló en ningún momento por su salud, la del poeta, sino todo lo contrario.

Descanse en paz, porque el recuerdo es la iluminación siempre de algún verso que nos sepamos de él, o que leamos para entendernos a nosotros mismos y a aquella sombra que cubrió una de las dos Españas, la más brutal de aquel cainismo también español, recordando siempre la hombría y la honradez del poeta, la vida, como aquellos versos de Vientos del pueblo:

Si me muero que me muero, que me muera

con la cabeza muy alta.

Muerto y veinte veces muerto,

la boca contra la grama,

tendré apretados los dientes

y decidida la barba.

Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.