Mi familia política me regaló hace unos meses, con motivo de mi cumpleaños, la novela Patria, de Fernando Aramburu, una de las obras con mayor éxito en España en los últimos años. El caso es que el libro me llega en un momento de mi vida, no sé por qué, en el que no me apetece demasiado leer ficción y tiro más hacia otros géneros como los ensayos y las biografías. Pero como no es cosa de hacerle un feo a la suegra, el primer libro que he cogido en 2018 es este relato ambientado en el País Vasco de los convulsos años 80 y 90 del pasado siglo. La lectura todavía está inconclusa, así que no entro a valorar la obra en sí. Podría, cuando la termine, escribir otro Buenos Días para ofrecer mi análisis, aunque creo que los lectores pueden prescindir del mismo, por lo que me parece que les ahorraré mi opinión en esta era en los que todo el mundo opina de todo. Lo que sí comentaré es que el relato me está embarcando en un viaje en el tiempo hacia mi infancia y mi adolescencia, hacia los tiempos en los que los coches bomba y los tiros en la nunca eran, por desgracia, un elemento habitual de la vida cotidiana de este país. Secuestros, amenazas, autobuses en llamas, dianas en las calles, impuestos revolucionarios, vídeos de encapuchados, manifestaciones, manos blancas, vidas truncadas. Recordar aquellos años me hace pensar en lo afortunados que somos en esta España actual, de tantas carencias y tan frustrante algunas veces, de no levantarnos cada mañana pensando dónde tendrá lugar el próximo atentado y quién o quiénes serán los próximos en ser asesinados. Para mí, la cara del fascismo siempre fue la de la ETA.