No precisamente porque tengamos cansera, que declinaría el malogrado y olvidado Vicente Medina, la poesía casi ha desaparecido de nuestras vidas. Ya todos los amores son pasajeros y todos los paisajes desérticos, sin flores en primavera ni hojas al vuelo. Sí es cierto que cunde el desánimo, el desengaño y la depresión, abono de siempre para la inspiración, pero ya no quedan juglares ni anheladas princesas. Sólo cuatro locos, versos libres, aún buscan sentimientos en vez del último estreno de Netflix. Vivimos en la época del drama. El gran teatro del mundo, que diría nuestro Calderón, donde cada persona actúa conforme a los cánones del pensamiento único, con las cartas marcadas. Sin posibilidad de romper los hilos de lo que, más que teatro, es guiñol. Conforme nos van dictando los apuntadores, los que manejan la barca, nos zarandeamos hacia uno u otro lado, sin ser consciente de nuestra capacidad de movimiento. Ya no ha catarsis que nos despierte de la gran tragedia que levanta el telón cada día, con la desigualdad y la injusticia social ocupando todo el escenario. Como personajes, la mayor parte secundarios, de una novela que traza otro con renglones torcidos. No hay suspense ni trama cuando ya se sabe el desenlace, cuando el entorno te asfixia como la atmósfera de La Regenta. Sin posibilidad aparente de escribir nuestra propia historia y, a pasos agigantados, hacia atrás, hacia el conservadurismo. Presos de las apariencias. Clausurados los poemas, derribado el teatro de los sueños y con una realidad que supera la ficción, ya sólo nos queda la rebeldía de crear nuestro propio universo. Revivir los momentos felices de nuestra poca literaria existencia, aquellos en los que nos hemos reencontrado con la vida, pura poesía, sin más teatro que el gesto natural que te provoca el reencuentro y el adiós y que nos elevan a otro mundo... cuando pisas la calle nuevamente. Libre.