Hay días que no se le ocurre nada a uno a la hora de escribir, y hay otros en los que parece que tu cabeza está hirviendo y que los temas están ahí, entre las burbujas de la cocción. Mi método de trabajo ha sido siempre el mismo. Me levanto por la mañana con la radio puesta, que voy cambiando de emisora cada media hora, luego compro los periódicos y los ojeo, leyendo lo que me interesa de inmediato y dejando para después el resto. Entonces, conecto el ordenador y le echo un vistazo a los medios digitales. Con toda la información que llevo ya en el cuerpo me dispongo a escribir y elijo un tema que me ha sugerido lo que he visto y oído.

Hoy he hecho exactamente lo mismo y han surgido los temas, algunos interesantes, pero con un tremendo defecto: son todos desagradables, o, al menos, a mí me lo parecen. Por todas partes veo malas leches concentradas, desencuentros, gente mala, hasta tal punto que he buscado por los rincones algún opinante que transmita algo positivo, y, al encontrarlo, lo he agradecido. Así que, al leer lo del matadero ilegal de conejos, y aunque a mí me gusta comentar la actualidad, se me ha ocurrido que les voy a contar una cosa antigua, muy vieja, de cuando yo era pequeño. Y se refiere a los conejos.

Verán ustedes, en la posguerra civil, la gente pasaba hambre a manta, más que durante la guerra. En el campo y en los pueblos pequeños los recursos propios y el autoabastecimiento funcionaban, así que la gente tenía sus patatas y verduras que cultivaban, sus gallinas que les daban huevos y algo de carne, y, aún con grandes necesidades, podían valérselas. Pero en las ciudades no se podía conseguir nada de comida sin dinero. Los víveres los vendían en las tiendas o los estraperlistas, que eran unos canallas que se hicieron ricos a costa del hambre de la gente. También es menester saber que la población española de aquella época estaba compuesta por un diez por ciento de gente que vivía bien y un noventa por ciento que no tenía donde caerse muerta.

En este contexto, yo tenía siete u ocho años, y vi que un amigo del colegio criaba conejos en el patio de su casa, en Santa Lucía, un barrio de Cartagena. Nosotros vivíamos en un tercer piso, en el centro de la ciudad, que tenía una terraza bastante amplia. Un día le pregunté a mi madre si yo podría criar conejos allí y, ella, tras poner varias condiciones (´tendrás que mantenerlos limpios para que no huelan, y de la alimentación te encargas tú, a mí no me pidas dinero para comprarles comida a los conejos, etc.´) me dijo que sí. Entre mi hermano pequeño, que era muy mañoso, y yo construimos unos gallineros con desechos de maderas y ladrillos viejos. Mi amigo de Santa Lucía me regaló dos conejos pequeños, un macho y una hembra, y yo compré otra hembra en el mercado. La explotación ganadera estaba en marcha.

Cada día, al salir del colegio, cogía un saco y me iba a los montes que rodean Cartagena a recoger hierba. Había otras personas haciendo lo mismo y ellos me enseñaron las que eran mejores para los conejos: los cerrajones para cuando estaban criando, las malvas siempre, etc. Meses después tuvimos la primera camada de conejos. Qué cosa más bonica, oiga. Siete u ocho conejillos de distintos colores. Mi madre, que siempre protestaba por los conejos comenzó a mirarlos con mejores ojos, y ya el colmo de la alegría llegó cuando un día me preguntó: ¿Para el santo de la nena habrá un conejo para hacer arroz? Y yo le dije que sí. La verdad es que me daba pena matar aquellos conejos, pero como enseguida había otra camada se me olvidaban pronto las pérdidas.

Y se hizo habitual criar animales en muchas casas. Era corriente ver un pequeño gallinero en el balcón que daba a la calle, con un pavo que se criaba para Navidad. La ciudad se hacía pueblo, el piso casa de campo. Había que sobrevivir.