Confieso que no sigo las modas. Los anuncios de televisión no hacen mella en mi voluntad consciente o subconsciente de adquirir mercancías, para bien o para mal. El concepto de posverdad, idea ulterior a lo postmoderno que sugiere que lo que es reprobable (pegarle a un padre) no lo es tanto (el tal padre nos ignoraba de pequeños, o no nos daba dinero para nuestros esparcimientos, o tantas cosas que los padres hacen o dejan de hacer) me parece una tergiversación infame.

Este aspecto un tanto retardado de la personalidad no conduce a nada bueno, sino quizás al pasmo y a la cólera permanentes, o peor aún, a una alternancia entre uno y otra nada saludable para el equilibrio síquico general. Esto ha pasado, y está pasando, en relación con los profesores, sobre todo los de la maltratada educación Secundaria, y particularmente con los docentes de Matemáticas. Los profesores de Matemáticas no han estado nunca de moda. Salvo para algunos alumnos bendecidos (o iluminados, en el peor sentido) con el don de disfrutar con los números, las masas educandas no estallan de gozo en los estadios al ver aparecer a los ídolos matemáticos, más bien huyen despavoridas. Pensándolo mejor, es muy posible que las masas educandas huyan de cualquier ídolo de no importa qué asignatura, pero ustedes me entenderán. En definitiva, las Matemáticas pueden ser una pesadilla para muchos (entre los que tristemente me incluyo), de la que solo se despierta con esfuerzo.

Esfuerzo de los que tienen que aprenderlas. Y una explicación de un buen profesor. Hasta aquí todo bien. Sin embargo, parece ser que hasta aquí todo mal. A mis oídos llegan (porque ni siquiera las posverdades pueden ocultarse indefinidamente) noticias de horrores sin cuento que en las aulas suceden. Docenas de casos de maltrato síquico y hasta físico a los profesores. Multitud de bajas por depresión inducidas por el comportamiento inadecuado de los alumnos. Docentes venerables a punto de jubilarse, con experiencia suficiente como para avergonzar a los patriarcas hebreos, a los que un niño de trece años les rompe varias costillas con un paraguas porque le insisten enfáticamente (al niño) en que se siente, se calle y preste atención. Uno de estos relatos de terror de los que son testigos las aulas a las que van nuestros hijos es el que viene a continuación.

En un lugar de Murcia cercano a la capital y del que se acuerdan las autoridades cuando hay elecciones, da clases, de Matemáticas, un profesor que no está a la moda. No me entiendan mal, no es que no se recicle profesionalmente (ay, esos cursos de inteligencia emocional aplicada al aula), ni que vaya vestido con gregüescos. Es que estima que sería una buena cosa que los estudiantes trabajen y superen los obstáculos que se les van presentando mediante un esfuerzo continuado para conseguir dominar una asignatura compleja. Tampoco, según parece, este profesor es un monstruo de iniquidad, sino que cree que en el fondo perjudicaría a sus alumnos si los aprobara alegremente y fueran todos juntos a pastar felices a los prados elíseos. Porque, como el buen lector sabe, con posverdad o sin ella, más allá de las aulas no hay más realidad que prima de riesgo, competencia feroz y llanto y crujir de dientes. De manera que un alumno que no llegue ni a mileurista por culpa de su inutilidad matemática tiene alta probabilidad de verse expulsado a las tinieblas exteriores. Así que (insiste este profesor de Matemáticas refractario a las modas y que ya tira a viejuno) los estudiantes deben ser capaces de resolver los problemas que se les plantean, pero no de manera mecánica, aplicando fórmulas de las que se olvidarán en cuanto salgan de clase, sino de manera racional y razonada. En resumen, que este profesor lleva todas las de acabar metiéndose en líos sin cuento y protagonizar cuentos de terror. Efectivamente, la semana pasada este profesor llamó la atención enfáticamente a una alumna para que callara, prestara atención y tomara apuntes. Vamos, que le dio un grito para ver si la nena reaccionaba. Craso error. Y aquí entra en juego el énfasis.

Porque todo gira, amable lector, en torno a la posverdad del énfasis. No en que la niña deje de dar follón en el aula e intente aprovechar el tiempo para aprender una materia complicada porque no está acostumbrada a que se le pongan obstáculos. Por el contrario, a la mañana siguiente, ni corta ni perezosa, la madre de la niña se planta con sus arrestos delante de profesor y director (nada más y nada menos) y con maneras impecables subraya que a su niña nadie le enfatiza nada, que el profesor debe de dejar su profesión al no ser capaz de dominar sus énfasis, y que por supuesto sacará a la niña enfatizada lejos de esas aulas que condicionan su felicidad de manera tan radical. Ah, y que redactará a las autoridades competentes un escrito de protesta o denuncia o ambas cosas, y que lo hará, no por su hija, sino por el énfasis en sí mismo considerado y por el resto de los compañeros y por mí primera.

Non va plus, messieurs et mesdames. No sabemos cómo acabará la historia, porque las posverdades tienen trayectorias erráticas. Hay que decir que, curiosamente, el profesor encausado ha obtenido (sus alumnos, y él con ellos) mejores resultados en la malhadada EBAU (ese nuevo nombre de la PAU, para los que somos ya viejunos la Selectividad rebautizada) y menor divergencia entre esos resultados y las notas del curso, por él evaluadas. Decidan ustedes mismos en qué consiste la posverdad en este caso, que a mí me tiene perplejo. Sobre todo porque los que tienen que aprender se niegan a adquirir el conocimiento, o la técnica, o la costumbre necesarias, y más aún cuando esa adquisición reviste dificultad para conseguir la felicidad inmediata. Y para colmo los que debieran convencerlos e impulsarlos (a los estudiantes) para superar los obstáculos se plantan delante de los profesores para hacerlos desaparecer (a los obstáculos, todavía no a los profesores) e inician persecuciones administrativas contra esos docentes para que se vayan enterando de que sus objetivos no son los buenos.

Así no vamos a ningún sitio. Como mucho, vamos derechos a un universo poblado por personajes frustrados a los que se hizo creer que todo estaba al alcance de la mano sin mover un músculo. Y esto no es así, como el buen lector ajeno al régimen de la posverdad sabe.