Todavía quedan nostálgicos que conocen el poder de la buena fotografía en una película. Todavía los hay, también, que entienden la fuerza de la imagen en un filme de terror en el que sí se pueden crear grandes escenas, e incluso bonitas. No hay necesidad de poner sangre en pantalla ni nada macabro. Que se lo digan a Gore Verbinski. Cualquiera diría que lo lleva en los genes, ´al pelo´ con su nombre. Pero lo cierto es que el director estadounidense tiene el mérito, por lo que sea, de haber creado una joya con la capacidad de hipnotizar al espectador, y casi lograr que incluso olvidemos la historia que se supone debemos seguir, gracias a la bella-inquietante imagen. ´Bella´ suena cursi, seguramente, porque es un adjetivo tan grande como difícil de atribuir, y por lo tanto poco común.

Pero La cura del bienestar lo merece. Nos suele dar miedo calificar una imagen del cine de terror como ´bonita´ o ´emocionante´ porque nos convierte en bichos raros. Siniestros. Muy lejos de la realidad, ya que la puesta en escena, el escenario o la intensidad de la luz están pensados para provocar reacciones, sean las que sean. Así que, adelante, disfrútenlo. Porque el miedo, en la gran pantalla, puede ser muy atractivo visualmente si se sabe vender. De ahí que existan películas que han conseguido marcar al espectador, gracias a todo un equipo. Todo en un contexto: la ficción. Y Gore Verbinski lo logra. No es que la historia no merezca la pena, que la merece. Aunque el final genere ciertas dudas, la historia mantiene el enganche y la tensión. Pero lo importante de La cura del bienestar, que tiene un puntito (en diminutivo) a lo Shutter Island, es su capacidad para dejar de lado la historia y conquistar al espectador por los ojos -en un género tan complicado y tan de capa caída como el del terror o el thriller psicológico-, que al fin y al cabo es lo más valioso de un consumidor de cine.