El Gobierno ha conseguido elevar las cifras del empleo con el procedimiento de convertir a una elevada proporción de jóvenes en emprendedores. El negocio es redondo para la Administración, porque, además de aliviar las colas del paro, recauda impuestos y consigue más afiliados a la Seguridad Social. Esta apreciación no es mía. Se la oí comentar a unas chicas que charlaban en un semáforo. Los nuevos empresarios arriesgan sus ahorros y los de su familia y ponen toda su ilusión en reformar los locales que alquilan para convertirlos en la empresa de sus sueños, hasta que se les acaba la paciencia, el dinero o ambas cosas. Algunos llegan con tanto entusiasmo que invierten toda su fortuna en la decoración tratando de conseguir el ambiente que consideran más propicio para buscar su lugar en el mundo, aunque no siempre logran abrirse camino. De la noche a la mañana desaparecen, dejando otra vez las paredes y los escaparates desnudos. Por eso, cuando paso por la puerta de uno de estos negocios no puedo evitar la tentación de mirar si tienen clientes. Y desde hace meses le sigo la pista de una peluquera que dedica las horas muertas entre cliente y cliente a leer. En algunas ocasiones la veo mirando el móvil, pero casi siempre tiene un libro entre las manos. Ya debe de haber devorado una biblioteca entera, pero ella no parece desanimarse y sigue al pie del cañón. Pocas veces la encuentro trabajando, pero cuando cambia el libro por las tijeras se le nota que está feliz.