En el segundo año de universidad, cuando acababa de cumplir veinte años, Sylvia sufrió una grave depresión que la mantuvo aislada durante un tiempo y que incluso desembocó en un intento de suicidio. Ella lo interpretó como una huida, pero ¿de qué podría querer huir si lo tenía todo? Acababa de ganar un premio literario por un cuento que había enviado a una revista, era una estudiante brillante, tenía amigos y muchos proyectos€ Sin embargo, a veces era implacable consigo misma: «Soy joven, ingenua, infantil, emocionalmente tengo dieciséis años. Mis reacciones son demasiado obvias, me entusiasmo por nada, hablo de un modo demasiado efusivo de trivialidades, complico demasiado los hechos objetivos». Su carácter apasionado, nervioso y competitivo se convierte en su peor enemigo cuando las cosas se tuercen.

La depresión es el olvido de uno mismo. Al menos, así se refleja en sus diarios. Quizá agotada por la tensión a la que se sometía por su exceso de responsabilidad y autocrítica, se siente asustada, hueca por dentro en medio de una vida caótica, titubeante y anárquica. Se ahoga en el pesimismo, el desprecio a sí misma, las dudas y la locura. Siente que ha perdido la capacidad de disfrutar de la vida, como si el mundo le cerrara una puerta tras otra. En sus diarios, cada vuelta de página es una callejón sin salida, como el símbolo de la pérdida del ciego optimismo que necesita para escribir. Cuando se mira al espejo, ve en la inexpresividad de sus ojos y en los labios caídos, los síntomas de su degradación interior, el desmoronamiento de su actitud creativa ante la vida, el vacío interior. Las estrellas, antes misteriosas islas de luz, no son ahora más que «simples puntitos inanes en un cielo sofocante de tela barata».

Igual que la caída en la depresión la entendió como un olvido de sí, la salida es como volver a recordar quién era. Un reencuentro con uno mismo que debe producir el mismo alivio que el despertar de una pesadilla. Cuando resurge, parece como si se abrieran ventanas en el diario, y Sylvia, otra vez describiendo el mundo, deja entrar los pequeños placeres del día: «La luz del crepúsculo invernal a través de la celosía que forman los árboles oscurecidos, un farol brillando en la calle a través de las ramas congeladas, el cielo azul y claro, el sol reflejándose en la superficie helada de la nieve».