Decía Thomas Jefferson que cuando alguien asume un cargo público debe considerarse a sí mismo como propiedad pública. La clásica escena del alcalde increpado por vecinos a la salida del Ayuntamiento porque su acera está rota, el suelo del parque es demasiado duro o la asociación de jubilados lleva tres meses sin poder celebrar la partida de mus semanal porque no hay calefacción. Pequeñas grandes batallas que los ciudadanos de municipios pequeños o medianos sabemos que son responsabilidad del Ayuntamiento y, por tanto, no cejamos en nuestro empeño de hacer partícipe a los cargos públicos correspondientes para que tomen cartas en el asunto.

A medida que avanzamos en el escalón de la representación, esta rendición de cuentas se aleja cada vez más. El contacto con diputados regionales apenas se reserva a unas cuantas asociaciones o, en el mejor de los casos, a vecinos de los anteriores municipios que contactan con sus concejales reconvertidos a parlamentarios. En el caso de los diputados nacionales el problema se incrementa no sólo por la lejanía con la que los observamos, sino también por el desconocimiento tanto de sus funciones como de, incluso, quiénes son personalmente. Pero, sin embargo, si es que cabe mayor distancia que la anterior, la mayor batalla en el campo de la relación entre los votantes y los votados se libra en el Senado.

La imagen que tenemos todos de nuestra Cámara Alta se resume en una metáfora comúnmente establecida: se trata del cementerio de elefantes por excelencia. Si uno observa lo que en la jerga parlamentaria se denomina ´a primera fila´, verá cómo el arco popular-socialista-podemita engloba a expresidentes autonómicos como Luisa Fernanda Rudi, de Aragón, o José Montilla, de Cataluña; líderes o altas figuras de oposición autonómica como Juanma Moreno, de Andalucía, o Iñaki Oyarzábal, del País Vasco; así como antiguos y actuales responsables orgánicos de primer nivel, como Óscar López, de Castilla y León, o Ramón Espinar, de Madrid. La configuración territorial e ideológica no es obstáculo para recolocar a figuras lo suficientemente relevantes como para seguir teniendo voz en el ámbito nacional pero que, al parecer, no son merecedoras de la atención mediática que recae sobre el Congreso.

En ese clima de opinión, que era exactamente el mío, acudí hace un año por primera vez al Senado para comenzar una estancia en prácticas. Dice el refranero español que no podemos permitir que los árboles no nos dejen ver el bosque, pero reconozcamos que el imaginario colectivo alienta la desazón y la ausencia de expectativas. Entré, gracias a la inestimable ayuda de Paco Giménez Gracia, fundador de Ciudadanos para el Progreso, adscrita a José Luis Pérez Pastor, senador por La Rioja. Vaya por delante ese sentimiento de unión fraternal que tenemos los que somos de Comunidades autónomas uniprovinciales que, salvo ciudadanos de lugares limítrofes, pocos saben situar en el mapa. Parece que estamos en la obligación moral de apoyarnos mutuamente en un contexto nacional en que aparenta no ser relevante nada que no sea Madrid o Cataluña.

La primera sorpresa de mi estancia fue paradójicamente la más chocante en relación a mi concepción previa: los senadores riojanos no paraban de trabajar. Me dirá usted, sin falta de razón, que es su obligación y que faltaría más que no lo hicieran, pero pocas veces en mi limitada experiencia laboral he visto dos baterías de iPhone consumidas en una tarde hablando por teléfono con miembros de la sociedad civil o representantes políticos de gobierno u oposición, al tiempo que contestaban correos de cuestiones orgánicas y recibían visitas de vecinos de su circunscripción. En esa línea, Óscar Modrego, jefe de prensa del vicepresidente Pedro Sanz, es la única persona que conozco capaz de organizar ruedas de prensa, actualizar las redes sociales institucionales y contestar a los medios de comunicación mientras, sin ser su obligación, le hace un tour por la Cámara a todo el que visite el Senado gracias a alguno de los riojanos.

Además de ellos, que dudo que quede un ciudadano suyo que no haya visitado la Cámara o se haya reunido con sus representantes, asistir a un Pleno otorga momentos extraordinarios. Subiendo de la temida ´primera fila´ de los considerados dinosaurios, uno puede asistir a los mejores debates de Derecho Constitucional del país de manos de Santiago Vidal, el magistrado inhabilitado por redactar la Constitución catalana y actual portavoz de ERC; comprobar cómo Cristina Ayala, representante por Burgos, es capaz de enzarzarse en interminables debates políticos por Twitter al tiempo que prepara sus intervenciones, que son de las mejores del Grupo Popular; o disfrutar de la oratoria de Jokin Bildarratz, el portavoz del PNV que, sin duda, es el mejor orador parlamentario de España (Albert Rivera está a años luz de su naturalidad, para que se haga usted una idea).

Sin embargo, hay un problema. Teniendo en cuenta las dotes personales de cada senador (muchos de ellos, literalmente, la élite de España), y pese a la predisposición de los grupos, ¿por qué seguimos pensando que el Senado no sirve para nada? La respuesta es sencilla. Ni sus funciones son las adecuadas (ahora, de facto, es una cámara de segunda vuelta y no de representación territorial), ni los senadores se esfuerzan lo suficiente por hacerle saber a los ciudadanos que les votan que, tal y como decía Jefferson, son de propiedad pública y por tanto tienen el deber y el honor de estar siempre a nuestro servicio.

Si alguna vez usted, que está leyendo estas líneas, tiene ideas sobre cómo enfocar los problemas de la Región, qué medidas debieran incluirse en la nueva ley de educación, que incentivos fiscales debieran tener las empresas o si es necesario darle un impulso al AVE, debe saber, antes de que se decida acabar con el Senado, que tiene cinco representantes cuya obligación y bendición es atenderle hasta que su problema o sugerencia sea analizada.

Antes de terminar, permítanme que les cuente mi anécdota favorita. Hace un mes me crucé con Juan Luis Soto, senador del PSOE por Murcia, justo después de que hiciera su primera intervención en Pleno. Sus palabras literales fueron: «Hace ocho meses estaba debatiendo con mi padre de política en casa y hoy he podido representar a todos los murcianos haciéndole una pregunta al ministro. Qué honor». Esa vocación de servicio público es la que hace a una sentirse orgullosa de molestar a sus representantes para que expriman al máximo nuestro mandato. Y si me permiten la licencia, también orgullosa de ser murciana. Que se note que aunque muchos no sepan ni donde estamos, gracias a nosotros, a la Murcia invisible y al Senado inservible, su vida es mejor que antes.