Hace ya unos cuantos años, cuando todo era posible, en tiempos de la Transición, la Movida y mi dulce juventud, estudiaba una carrera que no era vocacional, pero la capacidad de aprender era ilimitada. Al cabo de todos estos años, hay tantas vueltas en la vida como esquinas en la gran ciudad y se puede ir y volver sin necesidad de puertas giratorias. En una de esos giros, me vi en el ´consejo de redacción´ de una naciente revista universitaria. Ya teníamos recogido mucho material, pero había que trabajar un poco, seleccionar y maquetar. Tal vez no fuera demasiado difícil a no ser porque en la primera reunión había más opiniones que páginas tendría la publicación. Y la primera decisión era el nombre de aquel proyecto. Así que entre unas cuantas agudezas, se votó por una exigua mayoría a favor de Luces de blasfemia. Una ocurrencia no muy ocurrente sobre aquellas Luces de bohemia del genio de Valle-Inclán. Si alguien nos hubiera dicho que íbamos a ser unos proscritos, tachados de irreverentes, grupúsculo de ateos alborotadores, no sé si nos hubiéramos frenado, tan exaltadas son algunas edades del hombre. Pero como en aquel otro esperpento del dramaturgo gallego, Divinas palabras, estaba escrita la sentencia. La publicación no decía una palabra sobre religión, pero los pocos que resistimos la andanada tuvimos que venderla de forma clandestina y resignarnos a que jamás llegaría a ser la revista cultural de la universidad. El templo del saber se rindió a la oleada del nacionalcatolicismo. España aún tenía mucho que cambiar y un servidor de ustedes, mucho que entender. Para iluminar la universidad y más aún este país, hace falta candela.

Treinta años después, una revista musical decide hacerse publicidad con un cartel de fotomontaje: los rostros de Trump y Hillary sobre la imagen de la Caridad de Cartagena. Me pregunto qué ha cambiado. Haremos un pequeño balance:

A mediados de los ochenta ya estaba despenalizada la blasfemia, pero la sociedad seguía siendo igual de inquisidora. Bien entrado el siglo XXI, después de los asesinatos de Charlie Hebdo y de que el fundamentalismo islámico nos demuestre que el fanatismo religioso es contrario a nuestra moral, que los crímenes cometidos en nombre de cualquier dios son abominables, se imponen algunas reflexiones. Es cierto que nos ha costado ríos de sangre y muchos siglos entender algunas premisas básicas de la sociedad del futuro, pues nuestra civilización ha vivido el martirologio, las persecuciones de cristianos, los progromos de judíos, los asesinatos masivos, la inquisición, el juicio sumarísimo, la tortura, hasta las guerras de religión. ¡Tanta sangre costó enterrar la teocracia y llegar a la sociedad laica que tenemos ahora! En Francia fue hace ya más de dos siglos, pero en España nuestra guerra del treinta y seis tuvo también su parte de cruzada y tengo la convicción de que no nos hemos desprendido aún de sus traumas tanto civiles como religiosos.

La provocación forma parte de la mercadotecnia de algunos artistas y de inifidad de pseudo artistas. La libertad artística es un valor arraigado en nuestras constituciones, que no tienen por finalidad defender un concepto canónico de arte, pero sí la conquista de un concepto jurídico de libertad. ¡Qué le vamos a hacer si eso implica manifestaciones estéticas de dudoso gusto! Les adelanto mi conclusión: es el precio de la libertad.

En la Francia del XIX, los católicos erigieron le Sacré Coeur la colina de Montmartre. Era un desagravio pietista por los desmanes irredentos de la Comuna de París. En la Cartagena de principios del XXI, se convoca una manifestación frente al Nuevo Teatro Circo contra los blasfemos de Mongolia, a la que acude la consejera Noelia Arroyo a título particular y en nombre del Gobierno regional. ¿Por qué será que nada me sorprende? Tiempo ha, la iglesia ortodoxa excomulgó a Kazantzakis por su novela La última tentación de Cristo. La película de Martin Scorsese fue declarada blasfema por Juan Pablo II. No era una fatua, pero se parecía bastante. En el estreno del film en Murcia hubo hasta un cordón policial delante de la sala cinematográfica y más de uno tuvimos que mostrar nuestro DNI a la Policía para cruzarlo.

A estas alturas no sé si hemos sacado alguna conclusión, pero lo que tengo claro es que la consejera y portavoz del Gobierno regional no ha entendido nada de la laicidad de las instituciones. Quizás tenga demasiado cerca la influencia de beatíficas promesas. Todavía no hemos desterrado la imagen de César como pontifex maximus. En España y especialmente en algunas de sus Comunidades, no se entiende que el Estado debe ser neutral, tanto con la religión como con el arte. Los agravios a los dioses se salvan con la oración; los del arte, con el silencio. Ambas respuestas llegan más a los cielos si son personales. Lo demás, son procesiones y folklore de esta España que aún no ha olvidado la charanga y la pandereta.

Tal vez la libertad consista en crear primero al ciudadano libre, aquél que no necesita que nadie dirija sus pensamientos, ni desde el dogma, ni por la provocación. Pero eso cuesta mucho y estamos en época de recortes. Nadie quiere ciudadanos que piensen por sí mismos. Mientras tanto, el obispo celebra una misa de desagravio a la que acude el alcalde de Cartagena, ese martillo de herejes.