Estamos en campaña otra vez. Volvemos a tener carteles de Pedro Sánchez en cada esquina, vídeos que emulan las campañas americanas con Albert Rivera como protagonista, a gente diciendo que la gente quiere votar a gente que sea de verdad la gente, que no es otra gente que no sea Pablo Iglesias, y a Rajoy paseando por pueblos de España diciendo que la mejor política social es el empleo. La peor pesadilla del liberalismo ilustrado ejemplificada en unos representantes que no nos dejan olvidarnos de ellos casi desde las elecciones municipales de 2011.

En estos cinco años de contienda tras contienda, el panorama político español ha cambiado lo suficiente como para que nada siga igual y se ha mantenido lo justo para que el hartazgo generalizado hacia la clase política no haya disminuido. A efectos de las campañas, hemos pasado de los tradicionales mítines en las plazas y auditorios de los pueblos a los cafés en modernos e incómodos taburetes, del besamanos por las calles a los selfies multitudinarios, del CIS al trending topic y del traje de chaqueta a la camisa remangada. En apenas cinco años hemos evolucionado de ser la España política de los 80 a aspirar a convertirnos en los EE UU del presente. Un objetivo loable que, sin embargo, se limita a la política del eslogan y no a la profundidad de las ideas o estrategias de campaña.

Sin embargo, hay un elemento que definitivamente ha evolucionado a mejor: los debates. Antes era impensable que el programa más visto de los sábados pudiera ser una tertulia política y ahora no nos imaginamos nuestra vida sin Inda y Marhuenda amenizando los fines de semana de La Sexta. En estos últimos años ha habido debates de candidatos secundarios en todas las televisiones, cara a cara entre líderes de distintas formaciones, la institucionalización de la puerta giratoria tertuliano-político y la divinización de la oratoria de Obama como solución a los problemas comunicativos de los partidos.

Como estas elecciones (que no serán las últimas del año) coinciden con un hartazgo cada vez más generalizado por parte de la población, los jefes de campaña de los partidos políticos han tenido a bien contribuir a profundizar en el cansancio político de los ciudadanos celebrando tres encuentros entre distintos perfiles de las cuatro principales formaciones. Por un lado, debate de expertos económicos. Por otro, el debate de candidatos a la presidencia del Gobierno, que por primera vez se reunían para debatir en un formato ajeno al parlamentario sobre las cuestiones que, según los moderadores, más interesan a los españoles. Por último, la debata de mujeres en que trataban exactamente los mismos temas que los líderes pero reivindicando la igualdad mientras accedían a participar en un debate basado en la discriminación por sexo. En conclusión, los economistas para ser técnicos, los presidenciables para persuadir y las mujeres para que la progresía crea que compensa la ausencia de candidatas en primera línea.

En los tres debates, si algo debieron haber aprendido de las americanadas los políticos participantes es que, igual que en cualquier otra disputa, lo más importante es la estrategia. Con independencia de la soltura en forma o de la profundidad en fondo, una intervención en un evento de estas características sin un objetivo o sentido claro hace que la brillantez desaparezca en la percepción generalizada. Hay muchos elementos que se pueden pretender conseguir con un debate: ser el más serio, ridiculizar al rival, ridiculizar al líder contrario, reforzar a una formación que puede ser llave de mi Gobierno, parecer joven y preparado, recalcar mi experiencia frente a la del resto, destacar mi frescura, arrasar o, como suele ser habitual, sobrevivir. Partiendo de la consideración de que el debate económico fue más denso en datos y que la debata replicaba el modelo de los candidatos, analicemos en las siguientes líneas cuál fue la estrategia de cada uno de los presidenciables y hasta qué punto su ausencia o presencia les ayudó a brillar en el mismo en particular y en esta campaña en general.

En primer lugar, Mariano Rajoy, el Presidente del Gobierno. Su estrategia era mostrarse como el único capaz de causar la confianza suficiente como para depositar el Ejecutivo en sus manos. Para ello, multitud de evidencias, como los datos de evolución de empleo; gestualidad óptima, como el movimiento de manos y brazos; refutaciones en el fondo, como contestación de los datos de inversión; y no demasiados errores en una forma que, exceptuando el bloque de la corrupción, apenas mostró amedrentado a un presidente que guardaba todas y cada una de las papeletas para perder la disputa.

En segundo lugar, Albert Rivera, el campeón de la Liga Nacional de Debate vapuleado por Iglesias ante el magnánimo Évole hacía apenas una semana. En la posición más fácil de todas, su objetivo era mostrarse como la apuesta segura frente al miedo del común de los constitucionalistas españoles, que no es otro que el populismo de Iglesias. Propuso mucho, como con el contrato único o las bonificaciones para autónomos; atacó a Rajoy en corrupción y a Iglesias en política exterior y se mostró ecuánime en materia económica. Destacó, pero no brilló.

En tercer lugar, Pablo Iglesias, el estratega. Centrado en derrotar a Albert Rivera como principal elemento de oposición a su Gobierno del cambio y aplacando las críticas de Pedro Sánchez escudándose en su pretendida futura alianza. Los emergentes disputaron entre sí más que el resto a ellos o a sí mismos, lo que restó impacto a las buenas refutaciones de ambos. Pese a ello, su aspecto más desaliñado de lo normal, su tono rebajado y su mirada perdida hicieron que perdiera fuerza en una disputa que debería haberle servido para arrasar al PSOE. No ocurrió.

Por último, Pedro Sánchez. Si fue, nadie se acuerda, excepto porque todos afearon su conducta con el reproche directo a Rajoy en el anterior debate («yo no le voy a llamar indecente», dijo Rivera y «desde el máximo de los respetos personales», espetó Iglesias). No fue el que mejor atacó al presidente, se centró mucho en Iglesias y no aprovechó los capotes de Rivera. Pudo haberlo hecho peor al igual que pudo aparecer aunque fuera para saludar. Otra vez será.

Estrategias aparte, seguimos en campaña. Pasará el 26J y empezaremos con las catalanas para seguir con las terceras nacionales en un año. En un drama, un aburrimiento, un cansancio y una indignación tremenda. Aunque, ahora que nadie nos lee, entre usted y yo€ ¿qué sería de nosotros sin estos raticos?