No pueden tener queja los que reclamaban un cambio radical en la forma de hacer política en este país. En los más de dos meses que han pasado desde que nos llamaron a las urnas (parece que ha pasado un siglo) hemos visto cosas distintas a las que estábamos acostumbrados. Desde desplantes al jefe del Estado hasta vicepresidentes que se autoproclaman, pasando por extrañas modificaciones en el formato y en las fechas de la investidura, vetos sectarios y acuerdos que se quedan cortos. Vamos, que cambio ha habido. Otra cosa es que sea el que se imaginaba la gente. Es novedoso también que, salvo un giro copernicano de la situación, vamos a asistir por primera vez a una sesión de investidura que es más bien de embestidura. Un todos contra todos con más pinta de primer asalto de una futura campaña electoral que de un acto solemne y sagrado como debería de ser, así lo creo yo, la ceremonia de la entrega de la confianza popular a un presidente. En los tiempos en los que todos prometen transparencia, muchos se llevan, y con razón, la sensación de que les toman el pelo, de que unos y otros esconden, en el fondo, sus cartas. Eso sí, haciendo uso de las instituciones de todos y cobrando dinero de todos.