Hace bastantes años, cuando yo era más joven (bueno, joven) y provocador (bueno, más provocador) venía todos los sábados a mi tienda un señor a que le rellenara de gasolina un encendedor que llevaba impresa la efigie de Franco. Existía cierta confianza e intenté gastarle una broma. Así que un día, delante de él, tiré con cierta chulería el mechero a la basura y le regalé uno nuevo, sin la estampación de la momia. Montado en cólera, me lanzó con rabia el nuevo encendedor y me pidió a gritos que le devolviese el suyo. Le sentó mal la broma y no volvió a pisar los portales de mi tienda durante dos años€ Un día, mientras le vendía unos calcetines (hace años que nos reconciliamos), entre risas, le volví a recordar el incidente€ «¿Tienes todavía aquel zipo que€?». «¡Que disgusto me diste! ¡Aún me hierve la sangre cuando me acuerdo! „me dijo„. Ya no fumo, pero llevo un retrato del Caudillo en la cartera€ ¡Y no te lo pienso dejar!».