Tener un buen amigo es tan importante como tener una familia, o mejor, forma parte de tu propia familia y tú te sientes también de la suya. Uno y otra son el acompañamiento de una alegría inmensa cuando hay motivos para ello o de una tristeza infinita cuando algo sucede y es doloroso para nosotros. La importancia de una buena amistad radica en la fuerza de los lazos afectivos que, durante años, se van forjando entre personas. Si a ello se le suma la complicidad, que no es ni más ni menos que la confianza y el reconocimiento total de tu amigo en los años donde se deposita el cariño, se renueva esa amistad de aquella conciencia vigorosa de que te has ganado en el tiempo un nuevo hermano, o hermana, y para siempre. La buena amistad no sucede por el azar, sino por la creencia de que quien es amigo y también recibe la amistad. Es asímismo depositaria de una regla humana aparentemente elemental pero sólida. Sería como si él, sin decirlo, te dice: «Amigo, aquí estoy para lo que haga falta».

Yo tuve, ese amigo que siempre está contigo. Hace poco tiempo se ha despedido de mí, de todos nosotros. Se llamaba, se llama, Paco Vidal. Es un amigo que ahora hace un viaje solo y sin equipaje; amigo que queda en nosotros y que mientras vivamos buscaremos la manera de regresarlo en el recuerdo, como hacía el poeta de Orihuela con aquel otro amigo suyo que era panadero.

Conocí a Paco Vidal hace aproximadamente medio siglo. Era cuando se le parecía al más alto de los componentes del Dúo Dinámico. Para entonces quería aquel mundo que tenía mucho que ver con la defensa de la naturaleza frente a los pillos de siempre. Y así, se juntaba en él un afán político por la libertad y la dignidad, partiendo siempre de los mejores ejemplos. Por todo ello fuimos conociendo nueva gente que pensara así, persiguiendo los mismos sentimientos de naturaleza más bien rebelde, insumisa.

Paco Vidal era generoso y culto; fue, siempre ha sido, maestro, estuvo destinado en una pequeña pedanía de Puerto Lumbreras, Los Cegarras, donde dejó semilla de su pedagogía; maestro en Puerto Lumbreras, poco después aumentaba su vida con dos hijos maravillosos, Pedro César y Miriam, que le han acompañado hasta el último aliento de sus viejos pulmones. Cuando su enfermedad no le dejaba respirar bien, nos decía: «¿Vivir así?. Sólo lo haría por Carmen y mis dos hijos, que tanto me quieren».

Se dio cuenta de que no estaba sólo, de que tenía una familia formidable y unos amigos generosos, de que su vida era administrada también con el afecto de todos los que estuvimos cerca de él. Es curioso, los golpes que la vida nos deja y los testigos que nos abrazan en ese camino del dolor también forman parte de las señas de identidad, aunque sean las últimas de nuestra vida.

Y es que Paco era muy sabio, de una sabiduría exacta que te llenaba y le llenaba de vida. No era agónico, sino alegre. Vivía sus alegrías con los demás, y daba las gracias a quienes le ayudaban, de manera tan gentil y tan certera que te inundaba los ojos de lágrimas cuando sufría por esos golpes de la vida que diría César Vallejo, esos que son pocos pero son. Y es que esa sabiduría la leyó entre los mejores: Neruda, León Felipe, Nicolás Guillén, Saramago... o se la pasaba de boca a oído el mismísimo Rafael Alberti, Caballero Bonald, Ángel González o el médico de la generación del 27, el doctor Barros, a quien tanto quería. Era Paco de la misma naturaleza que sus amigos, los grandes de la vida, de los que tomaba lo mejor para aprender, siempre para mejorar su sabiduría con la de otros, como eran Damián y Paco Rabal, Juan Luis Galiardo o Sancho Gracia (con quien tanto quería y que también fueron abandonados por sus pulmones).

La grandeza de Paco procedía de su concepto de la amistad, que era tan generosa como segura, que era de un entendimiento total. Amigo de sus amigos, fue incapaz de mantener el secreto de su seducción afectiva. Creemos que se trata de un caso especial de emoción nunca contenida, de una educación selectiva o, tal vez, de su generosidad ilimitada imposible de encontrar fuera de él. Por eso, precisamente por eso, tuvo en respuesta a la compañera que ha tenido, Carmen, y unos hijos que, a poco que los observéis un rato, os dais cuenta que son iguales que él, y sobre todo por donde no se ve, por dentro, en sus almas.

Por eso decía que la buena amistad no sucede por el azar, sino que es cosa de años, de cuidado ejemplar, de afecto verdadero que es tanto como dolor por su dolor. Es compañía del hueco, agua para la sed y ternura inefable. Y dura la amistad tanto mientras dure en tu memoria. De modo es que, según mi experiencia, puedo decir que la muerte no existe mientras recordamos, aunque el recuerdo tenga que ver con esos golpes de la vida que, aún siendo pocos, son como los bárbaros atilas que nos dejan sin aliento. Pero nadie acabará con un amigo mientras nosotros hablemos de él, cuando soñemos con él, cuando los lazos históricos de su afecto y el nuestro sea tan fuertes como la vida; porque será así, vida, lo que rescataremos a cada paso, en cada momento que le nombremos. Y mostramos su alegría de ser su amigos, aunque ahora, precisamente ahora, estemos tristes porque su viaje parezca que no tiene retorno.