Si los cansinos anuncios que hemos tenido que tragarnos esta Navidad son un reflejo de los cambios sociológicos, estamos asistiendo a una transformación profunda de los cánones por los que se rige el patrón de belleza y las pautas de conducta masculinas. En los últimos años hemos visto cómo los hombres tomaban el relevo a las amas de casa de siempre en la disputa por la colada más blanca y las lavadoras inteligentes. Pero al mismo tiempo que la publicidad les hacía descender a la trastienda del mundo real para batirse el cobre con las manchas, la cocina o los horarios de los niños, emergía otro modelo cuyo único atributo es su guapura. Los publicistas parecen haber llegado a la conclusión de que ya no tienen que molestarse en ponerle el toque épico a la imagen masculina con la que se ha intentado seducir a los consumidores desde el vaquero a caballo que veíamos fumar en las praderas americanas hasta el cachas de la Coca-Cola Light. Ahora, solo tienen que lucir palmito y mirar a la cámara, lo mismo que se ha exigido siempre a las mujeres, como si la igualdad entre los sexos hubiera acabado reduciéndoles también a ellos a una imagen objeto. Vamos, que ha aparecido el hombre florero.