Hoy proyectaba ir a felicitar a mis amigos los franciscanos. ¡Qué buena gente! Pero han venido a verme dos familias, una de Santomera, la otra de Mula, y ha sido imposible verme con mis frailes. ¡Pendiente queda! Suplo el encuentro mirando a san Francisco de Asís, del que, por suerte, se sigue hablando y escribiendo. Mi gran amigo Antonio López Baeza acaba de publicar un excelente libro sobre el santo de Asís y confiesa: «He gozado mucho a lo largo del tiempo dedicado a escribirlo, como con ningún otro de mis libros anteriores». Un servidor lo ha leído; también he disfrutado con su lectura hasta el punto de que lo estoy releyendo y le dedicaré uno de estos nómadas dominicales. He visto anunciados tres libros nuevos sobre San Francisco. Un tema inagotable. Veintiséis biografías he contabilizado. Yo he leído doce, algunas inolvidables: las de Julien Green, Chesterton, Éloy Leclerc, J. M. Ballarín, Nikos Kazantzakis, Leonardo Boff.

Francisco de Asís nació hace ocho siglos. Él fue (entre otras muchísimas cosas) quien inventó el pesebre. Vale la pena recordarlo estos días cuando, entre el jaleo del año nuevo, se oye aún el eco de las guitarras, los laúdes, la pandereta, la zambomba de Navidad. ¿Quién habría podido imaginar, aquella noche en el pequeño pueblo escarpado, que los preparativos de la fiesta eran un comienzo para el mundo entero y por los siglos de los siglos, amén? Esto sucedía en Greccio, Italia, en 1223. (Allí, en aquel inolvidable lugar, estuvimos Ginés Pagán, Miguel Pérez Fernández y un servidor, en un viaje memorable a los lugares franciscanos).

Francisco, el Poverello de Asís, estaba de paso. Se sentía enfermo. Sufría de los ojos atrozmente. Para celebrar el nacimiento de Jesús pidió a la gente del país que trajeran antorchas y candelas a aquel que había venido en la noche de los hombres como luz definitiva. Se había preparado también el pesebre con verdadero heno. Estaban el buey y el asno y, naturalmente, José y María y el Niño. ¡Ya está montado el belén!

Era una novedad sorprendente. En aquella época sobre los pórticos de las iglesias se veía a Cristo majestuoso, a distancia de los seres humanos. Se tenía miedo del justo y severo juez que vendría. Francisco tenía el alma llena de poesía (sobre este tema dice cosas hermosísimas, en su libro, López Baeza) e hizo redescubrir aquella noche a sus contemporáneos la humanidad de Jesús: un recién nacido que sería un día un ajusticiado. Incluso antes de su nacimiento, la humanidad lo rechazaba: «No había sitio para ellos en la posada€». Con la clarividencia del gesto simbólico, Francisco dio la mejor, la más luminosa lección de teología: Dios ha querido que la conozcamos y para eso se ha hecho hombre.

Jesús ha venido a ponerlo todo patas arriba. Vivió con los pobres y, en un mundo donde la riqueza se creía un regalo de Dios, él dijo: «Bienaventurados los pobres». Le dolía el ruido de las armas: «Bienaventurados los pacíficos». Él acogió a los rechazados, defendió a los condenados: «¿Nadie te condena? Yo tampoco te condeno». Murió dando la vida por todos. Era posible, pues, volverse hacia Dios con total confianza y amor. Una nueva y original sensibilidad religiosa que hará que por el mundo cristiano se difundan actitudes nuevas.

El belén -mensaje plástico, sensible, visible- nos recuerda el cambio que proclamaba aquel niño. No es de extrañar que otro Francisco, el Papa, nos esté empujando hacia la pobreza, los pobres, la alegría, la misericordia. Aunque la Navidad, si bien se mira, tiene su tristeza.

Tristeza por el amigo que no vendrá, por el que de puro sabio solo cree en los números, por el que se aferra a la desesperación, por el que se ha olvidado lo que se celebra estos días, por el que mezcla a Dios con los tinglados eclesiásticos, por los ricos que tienen demasiados turrones. Por los refugiados, por los que no tienen para cenar, por los que pasarán frío, por aquel, por la otra, por los otros... Niño de la Navidad: ábrenos los ojos y llena nuestro corazón de misericordia.

Posdata

Lo que más incomoda a los terroristas del Estado Islámico es que los refugiados que huyen de ellos sean admitidos en Europa. (De los periódicos).

Esa acogida a los refugiados es nuestra mejor arma para la paz. En ella radica la ofensiva de la misericordia de la que habla el papa Francisco. La paz no puede nacer del vientre de los fusiles, sino de las entrañas de misericordia de parte de los agredidos. Responder con las mismas armas que usa el enemigo agresor es ponerse a su altura y favorecer la aparición de otros nuevos terroristas, peores que los anteriores.

Si algo hemos aprendido los hombres y las mujeres de nuestro siglo (aunque a veces nos avergoncemos de reconocerlo) es que la piedad es más inteligente que el odio, y que la misericordia es más eficaz que la devolución de la bofetada.

En la ceremonia interconfesional que se celebró en la catedral de Notre Dame, después del día del terrible atentado de París, llamaban la atención dos mensajes escritos, situados entre los reunidos en el templo. Uno decía: «Ni miedo ni odio», y el otro, con rotundidad declaraba: «No son musulmanes, sino terroristas».

Una gran mayoría de ciudadanos declara que la reacción de venganza es contraproducente. Es cierto que no podemos vivir en un mundo de idealismos por la paz, no es realista. Pero antes de empuñar las armas convienen recordar que la guerra será siempre el peor de los remedios. «La guerra saca del hombre todo lo peor, de todos los hombres», dice el actor que da vida a Oskar Schindler en la célebre película.

La ofensiva de la misericordia nos señala que quizás haya que cambiar de sistema, que en esta pugna hay que dar entrada a lo fundamentalmente humano para no fracasar. No cansarse de dialogar; mover más la diplomacia mundial; persuadir e implicar a los jefes€

Nelson Mandela, que de diálogos para la paz sabía mucho, era un convencido de que «en el fondo del corazón de todos los seres humanos hay misericordia y generosidad». Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su procedencia o su religión. «El odio se aprende», repetía con insistencia. Y si es posible aprender a odiar, también es posible aprender a amar con compasión.

Solo desde la misericordia se puede construir la paz, nos recuerda el papa Francisco.