Imaginaré que lo vuelvo a hacer, pero en fantasma, eludiendo el riesgo y el horror de la guerra. Como en aquel noviembre de 1986, en el viaje de invitación con que me regaló la Embajada sira en Madrid, que me permitió recorrer gran parte del país incluyendo, cómo no, la hermosísima Palmira. Y me dejaré llevar, como entonces, quizás abrumado por la imponente monumentalidad del recinto arqueológico, hacia la silueta atrayente del qalaat Ibn Maan, del siglo XVII, que me fascinó desde el primer momento, y me sigue fascinando cuando contemplo su perfil encuadrado, a lo lejos, entre los arcos perfectos del conjunto monumental.

Evocaré al ilustrado Volney, en esas páginas certeras de Las ruinas de Palmira (1791), meditando en primer lugar sobre el esplendor de culturas admirables, superpuestas en el corazón del desierto sirio, junto a la vieja Tadmor, en la encrucijada de caminos y caravanas, entre el Mediterráneo y el Índico, entre Europa y Asia Central e incluso el Oriente lejano y prometedor€ Porque en este oasis privilegiado, son siglos (desde, al menos, el I a. C. hasta el IV d. C.) los que han dado lugar a ese despliegue asombroso de columnatas, templos y ruinas de factura helénica, romana, nabatea€

Desde luego, intentaré escalar el icónico qalaat con más precauciones que la otra vez, en la que incurrí en imprudencia temeraria (mis compañeros Omar y Muafaq, guía y chófer que puso a mi disposición el Ministerio de Turismo, prefirieron quedarse en el hotel contemplando el jubiloso espectáculo de un centenar de jóvenes norteamericanos que dedicaban a las fabulosas ruinas de Palmira un día de entre los treinta de un periplo aéreo que les llevaría a dar la vuelta al mundo). El caso es que traté de ´asaltar´ tamaña fortaleza escalando el foso que a modo de cráter la rodea haciéndola inexpugnable; y cuando necesité de manos y pies para evitar despeñarme, un fallo del muro me obligó a soltar mi morral, con la cámara fotográfica dentro, que quedó inútil para el resto de mi estancia.

Me espantaré, cuando me llegue el humo, el griterío y las explosiones criminales, por la violencia de los monoteísmos, que se multiplica cuando se enfrentan entre ellos, como es el caso. Y también por la arrogancia y estupidez de Occidente, incapaz de entender lo que hay que hacer y lo que no, lo legítimo y lo mendaz, lo prudente y lo alocado. Una condena particular me merecerá el Gobierno francés, socialista de pega que, revestido de cruzado y asumiendo la historia de las Cruzadas (que es esencialmente franca) ha decidido bombardear al régimen de El Assad el día antes de que sus aliados „Estados Unidos y España, entre otros„ decidieran que lo que hay que hacer es apoyarle€ Francia se sigue arrogando un papel singular en la región por esos motivos, y porque hubo de entregar en 1946, de muy mala gana, a los patriotas sirios el Mandato que le otorgó la Sociedad de Naciones para administrar el país (no sin antes inventar una nación, Líbano, que se le amputó a Siria con razones histórico-religiosas infames, lo que los sirios no pueden olvidar).

Y condenaré, una y mil veces, a este Occidente nuestro, para el que los asuntos en el Próximo Oriente se desenvuelven casi siempre en un simplista sistema de coordenadas formado por el petróleo (excremento del Diablo) y el Estado de Israel (maldición divina). Y cuando otras variables entran en juego, como sucede ahora con el llamado Estado Islámico, no hace el menor esfuerzo por mirar hacia las propias responsabilidades, en especial las que con mayor proximidad en el tiempo han desembocado en este caos de violencia, que en este caso ha sido la meticulosa y salvaje destrucción de Irak decidida por Washington, desde Bush padre, con el entusiasmo y la contribución militar de sus aliados occidentales y regionales.

En 1986 visité también Irak. Como Siria (a la que volvería en 1989 otras dos veces para trabajar como consultor a pie de costa, en una misión de Naciones Unidas que me permitió un contacto mucho más directo y realista con el país y su gente), ambos eran países cultos, desarrollados y, sobre todo, laicos, con un gran respeto para los cristianos. Los regímenes eran dictatoriales pero esto nunca ha preocupado a Occidente, volcado como siempre en proteger a esas monarquías petroleras grotescas, sanguinarias y blasfemas, y al Estado de Israel, que tantos ignorantes consideran una democracia y cuyos crímenes superan, con mucho, a los del Estado Islámico. Que el modelo occidental no debe considerarse universal, ni siquiera el mejor, y tiene limitaciones de aplicación en gran parte del planeta por poderosas razones culturales, religiosas y también políticas, e incluso económicas.

Pero me veré imposibilitado de descender a la Palmira de hoy, sometida y atemorizada; y mucho menos, solazarme en el Baño de Zenobia, la reina inteligente y valerosa, que llegó a vencer a Roma, como hice aquella vez con mis amigos, bañándonos en sus tibias aguas y envueltos en la gélida noche del desierto. Y tendré que representarme al pequeño Aylan, sin vida en las playas turcas, de cuerpecico tan semejante al de mi nieto Periquín (que se abre paso en la vida entre mimos y atenciones), para sentir una inmensa tristeza, punzante e insoportable. Y a esos necios húngaros, dirigentes o ciudadanos que los eligen, por el gusto que muestran por la ultraderecha y por las imágenes que nos envían, simplemente inhumanas; parecen olvidar que en 1956 hubo que acoger a sus refugiados y huérfanos tras la represión comunista de las sublevaciones de octubre en Budapest.

Me preguntaré, agobiado pero en la comodidad rotunda de una meditación a salvo de tanta desgracia, qué quedará para el mundo de la Siria que conocí.