Da la impresión de que Tsipras se las ha arreglado para que lo que prometía ser una plausible apelación a la voluntad la ciudadanía griega se convierta en una ceremonia de la confusión. Podríamos pensar, benévolamente, que es fruto de la falta de experiencia en el manejo de la democracia directa, que requiere pautas y procedimientos muy precisos para que no se convierta en su contrario, pero cada hora que pasa parece más evidente que la falta de transparencia proviene de la propia turbiedad de Tsipras, que está manejando al pueblo griego como si fuera un rehén para negociar mejor, creando a propósito la confusión para obtener réditos. Esta perversión de la democracia directa, de la que también aquí hay indicios bastante claros, puede desacreditarla antes de nacer, arruinando la esperanza de que suponga un saludable corrector de los excesos de la democracia representativa.