En las frías noches de invierno, mientras ululaba el viento en las ventanas y se oía el canto sombrío de la lechuza, al calor de la lumbre, mientras la abuela cocinaba, la madre zurcía camisones y calzoncillos y los hombres laboreaban el esparto, era el momento de contar historias, rememorar leyendas mil veces oídas o leer los cuentos de Calleja atesorados en el arenoso chocolate Tárraga, para entretenimiento de los niños de la casa, vecinos y pastores. Pero alguna vez alguien proponía ir a cazar gambusinos, o mangurrinos: entre las sombras de noche, provistos de faroles y de sacos para capturar el fabuloso animal jamás visto ni oído, la caza podía acabar como el rosario de la aurora. Estando a la puerta de una cueva con el saco abierto a la espera del animal, un palo bien dado al farol, provocaría la estampida de todos, muertos de miedo, en la oscuridad. O quizá alguien advertía que lo había cazado y entregaba el saco al más novato o crédulo, quien, al llegar a la casa derrengado por el peso, descub