En tiempos de penurias y escaseces el rumbo y el derroche eran siempre, más que realidad, una ilusión, un espejismo que por un instante nos convertìa en personas desahogadas, con posibles, e incluso entregadas al lujo y la ostentación. Quien ansiaba que le tocara la lotería, el que se creía afortunado por una buena cosecha o por recibir una excelente noticia, e incluso los que celebraban algún evento de tono menor como una opípara comida o el encuentro con un viejo amigo, se dejaban llevar por la euforia del momento, que quizá no era para tanto. La expresión pegarle fuego a la tinaja del agua certificaba el deseo de entregarse a decisiones y aventuras extraordinarias, aunque fueran temerarias e irrealizables, tanto como lo era el derroche que suponía el desperdicio de bien tan preciado en tierras de sequía, sumado a la disparatada pretensión de entregar al fuego el agua que sirve precisamente para apagarlo. El dicho, casi siempre en primera persona del plural, reflejaba la euforia desatada de quien buscaba compartir, aunque fuera por un momento, unos sueños vanos, que el mismo sabía que eran inalcanzables.