Un amigo mío está exultante: su hijo, de veinticuatro años, ha encontrado trabajo en el sector de la distribución. Su salario será de apenas 800 euros y el contrato es de unos meses, a la expectativa de que se prorrogue. Cuando oigo esto, después de felicitarlo, me pregunto en qué momento comenzamos a aceptar salarios de hace casi dos décadas con la más cristiana de las resignaciones; cuándo dimos el salto desde la censura del mileurismo a su añoranza.

La crisis ha tenido como uno de sus principales objetivos que la gente acepte individualmente cualquier solución que se presente como alternativa al paro, desde la lógica perversa de que es mejor tener algo que no tener nada. Y desde luego, lo han logrado, Porque de la crisis en el sentido económico, ciertamente, estamos saliendo. El país creció en 2014 un 1,4% (aunque el salario medio descendió un 0,2%), llegando nuestra región al 2% y, de hecho, en el primer trimestre de 2015 se dice que el crecimiento ronda el 3%. Y el paro, es verdad, se está reduciendo, pero a 31 de marzo de 2015 el número de afiliados a la Seguridad Social era todavía inferior en casi cuatrocientos mil al existente en diciembre de 2011, cuando el PP accedió al gobierno.

Así pues, el paisaje social sobre el que empieza a remontar el PIB no puede ser más desalentador: un paro estructural muy elevado, aunque inferior al que se alcanzó en el momento álgido de la crisis, salarios extraordinariamente bajos acompañados de situaciones laborales rayanas en la esclavitud y una buena parte de los parados sin protección social. Una sociedad más parecida a la de finales del XIX y principios del XX que a la que levantó el Estado del Bienestar y los convenios colectivos, elementos éstos que comienzan a parecer piezas de museo arrinconadas en los desvanes de los bancos. Lo curioso es que este panorama se da con una renta por habitante en España que ronda los 30.000 euros, lo cual configura una sociedad marcada, en lo fundamental, por una profunda desigualdad. Y un cuerpo social tan desigual es incompatible con la democracia: ésta agoniza no sólo por una hiriente acentuación de las diferencias sociales, sino también (una cosa lleva a la otra) por las mordazas legales que el poder intenta imponer a la sociedad.

Y lo peor de todo esto es que las perspectivas en relación al modelo productivo que el Gobierno quiere imponer no hace sino abundar en la configuración de una sociedad dual con el factor trabajo absolutamente desvalorizado. Así, mientras que la inversión pública en I+D+i se reduce desde 2009, de manera que en España sólo alcanza el 1,24% del PIB (frente al 2,5% de la eurozona), se recupera el ladrillo como vía principal de generación de empleo.

En la Región de Murcia, el PP acaba de aprobar, precipitadamente y sin dictámenes preceptivos de órganos consultivos, una ley del suelo que básicamente desregula los convenios urbanísticos y alienta una construcción desenfrenada. Bajo el argumento de que el ladrillo no es bueno ni malo y de que su peso en la economía regional es escaso (obviando la sobresaturación de la oferta inmobiliaria), se apuesta por sectores como el turismo y la construcción, intensivos en una mano de obra de baja cualificación y escasos salarios, además de alentadores de burbujas especulativas y corrupción. Todo ello síntoma inequívoco del enfeudamiento de nuestra clase política respecto de determinados ámbitos empresariales vinculados a actividades económicas depredadoras, incompatibles no sólo con el medio ambiente (principal activo de un turismo de calidad, por cierto), sino también con modelos económicos que apuesten por la productividad real del trabajo a partir del conocimiento y la inversión.

En definitiva, los salarios de miseria y los servicios públicos degradados no pueden nunca ser expresión de superación de la crisis. Claro que para algunos, los que se quedan con una parte cada vez mayor de la tarta, la crisis ya ha pasado.

En realidad, nunca ha existido.