Si resumiésemos de un modo simple nuestra situación como país, podríamos decir que España es un país que sufre una grave crisis económica, donde existen infinidad de casos de corrupción política y empresarial, donde la educación se sitúa a la cola de Europa, donde la justicia es lenta y no funciona, donde las mafias se instalan con facilidad y donde miles de borrachos y drogadictos de distintas nacionalidades vienen de fiesta a nuestras costas „y a nuestra costa„. Sin embargo, a pesar de todos esos graves problemas, en realidad, esas no son las causas de nuestra miseria, sino las consecuencias. Nuestro problema, el causante del resto de los males que padecemos, no es ni la crisis económica ni la corrupción política ni las leyes laxas; el principal problema es nuestro desvergonzado carácter. Y me explico.

Hace unos días, una mujer con un carrito de bebé apareció por el despacho donde trabajo sin llamar a la puerta. Empujó la puerta con el carrito como si fuese un tanque de combate y comenzó a sacar papeles sin saludar siquiera. El horario de oficina de atención al público está situado a la entrada de la puerta, a la entrada del vestidor y a la entrada del edificio, así que (como estaba trabajando delante del ordenador realizando la gestión económica, cerca de unos cien apuntes bancarios), le dije muy amablemente a la mujer del carrito acorazado que no podía atenderla porque estaba fuera „muy fuera„ del horario de atención al público. De hecho, dos horas.

En otras circunstancias, la hubiera atendido, pero la gestión económica requiere una gran concentración, ya que cualquier baile de números puede dar al traste en un segundo con dos horas de trabajo. Después de informarle de nuevo del horario de atención al público, por si no le llegaban los tres enormes carteles, la mujer me miró con desprecio, puso cara de culo y antes de salir del despacho me dijo con tono despectivo «no trabajen ustedes tanto». Así, sin más.

Posiblemente, esto pueda parecerles una anécdota, pero no lo es. Hoy en día, la anécdota es lo contrario. La desvergüenza, la falta de educación, la prepotencia, el egocentrismo y la creencia de que todos somos perfectos y tenemos razón se ha adueñado del comportamiento del animal medio español. Sin tener el más mínimo criterio, rayando el analfabetismo cultural, sin preocuparse de las normas, los ciudadanos españoles se han acostumbrado a creer que tienen derecho a todo. Por eso aparcamos donde nos sale de los cojones, aunque haya un vado o esté reservado para minusválidos. Esto hace que nos justifiquemos constantemente ante conductas que son despreciables. No llamar a la puerta, no preguntar si se puede pasar, hablar con respeto a nuestro interlocutor y reconocer que nos hemos equivocado es algo imposible de pedirle a un español, acostumbrado a vociferar en restaurantes, a berrear en museos y a mugir en bibliotecas públicas. Y todo ello, como digo, aunque parezca anecdótico, es el inicio de la corrupción social, el inicio de la falta de responsabilidad y compromiso ante el trabajo, el inicio de la mala educación frente a nuestros hijos, el inicio de la corrupción moral, el inicio de una incorrecta atención, el inicio del chapuceo, el inicio de la improductividad, el inicio de la factura sin IVA, el inicio de enchufar al sobrino o al cuñado, etc.

Aunque no nos demos cuenta, cuando criticamos a nuestros políticos o a nuestros banqueros, en realidad nos estamos criticando a nosotros mismos, porque somos nosotros quienes los hemos parido y les hemos dado de mamar. Ellos son nuestro reflejo. Sin embargo, a pesar de ello, seguimos sin cambiar, refocilando entre la incultura y el aborregamiento, convencidos de que hagamos lo que hagamos siempre, siempre, siempre, tenemos derecho y razón.

Y así nos va.