El amor que sentía por ella era lo único que no era mentira o una quimera infantil en su vida. Ella lo sabía, pero no le parecía suficiente y se cansaba de esperarlo en el lugar que tenía reservado para él. Ella abría ventanas mientras él construía un muro protector alrededor de su vida. Al principio estuvo bien, pero con el tiempo empezó a sentirse atrapada en lugar de protegida. Él salía con su bicicleta y a su regreso le traía flores, pero lo único que conseguía era que la ternura arraigara entre las grietas del muro que crecía entre ellos, de forma que la separación se hacía más dolorosa pero no menos inevitable.

Él se volvió taciturno. Solo sus paseos en bicicleta parecían devolverle algo de su inocencia. Cuando estaba en casa, se pasaba las horas en el jardín construyendo el muro. Al final consiguió hacerlo tan alto que más allá de él solo se veía el cielo. A la pregunta de por qué lo hacía, él contestaba: «Así protegeremos la felicidad». Si ella replicaba que lo que en realidad estaba haciendo era «ocultarla», él la miraba con expresión de estupor, como si no la entendiera, pues solo podía reconocer la felicidad por aquello que la amenazaba.

Desde la ventana de la cocina podía verlo de espaldas y a horcajadas sobre el muro. Con flores en las manos, parecía un niño perdido bajo el cielo de la noche. Al pie del muro, las sábanas que ella había tendido iluminaban el jardín con la luz de las estrellas. Ella sintió que atravesaba la noche helada atraída por algo que había perdido hacía mucho tiempo. Salió al jardín y apoyó la mejilla en el muro. Estaba frío y mojado. Hurgó en las grietas y entre el musgo. Lloró y luego se limpió la cara en la sábana. Descubrió, estremecida, que el frío de la noche tornaba irreales las preocupaciones y que podía ver el futuro sin miedo, con confiada alegría. Desde arriba, él vio una mancha de luz.