El movimiento ciudadano conocido como ´15 M´ convocó, para los días 14 y 15 de junio de 2011, una concentración ante el Parlamento de Cataluña con ocasión de la prevista aprobación de los Presupuestos de la Comunidad Autónoma y en protesta por la reducción del gasto social contenida en los mismos. El lema de la movilización era: «Aturem el Parlament, no deixarem que aprovin retallades». («Paremos el Parlamento, no dejaremos que aprueben recortes»). Antes de la hora de inicio de la sesión parlamentaria, un centenar de personas trataron de impedir el acceso a la Cámara por parte de los diputados. Increparon a unos, derramaron líquidos sobre las ropas de otros o las rociaron con spray, les quitaron efectos personales y papeles, les acosaron, les agarraron del brazo, les escupieron€ La comitiva de automóviles en que viajaban el Presidente de la Generalidad y la Presidenta del Parlamento, así como diversos diputados, se vio imposibilitada de llegar a la sede de la Asamblea. Alguien intentó abrir las puertas del coche de Artur Mas y, tras no conseguirlo, golpeó repetidamente la carrocería. Finalmente, estas autoridades tuvieron que utilizar un helicóptero.

El Código Penal establece que «los que emplearen fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave para impedir a un miembro€ de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma asistir a sus reuniones, o, por los mismos medios, coartaren la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto, serán castigados con la pena de prisión de tres a cinco años» (art. 498). La Audiencia Nacional absolvió de tal delito a los manifestantes procesados. Por contra, el Tribunal Supremo, mediante sentencia del pasado 17 de marzo, les impuso la pena de tres años. Cabe suponer que los condenados interpondrán recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. El caso resulta, desde luego, de gran interés porque afecta al ejercicio de un derecho fundamental tan importante en una sociedad democrática como el que proclama el artículo 21.1 de la Constitución, a tenor del cual «se reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas». Este derecho puede ejercerse lícitamente en nuestro país ante las sedes del Congreso, el Senado o las Asambleas autonómicas, incluso cuando las Cámaras estén reunidas, pero siempre que no se pretenda alterar su «normal funcionamiento» (art. 494 CP).

Pues bien, la lectura jurídica de los hechos probados que efectúa la Audiencia Nacional y que le conduce a un pronunciamiento absolutorio es sumamente peculiar. Según afirma partiendo de un apriorismo indudablemente ideológico, los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados, y los pocos de titularidad estatal se hallan gestionados con criterios partidistas. Existen por ello sectores de la población con gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social. En consecuencia, «resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia». ¿Cuánto «exceso» cabe considerar democráticamente admisible? El que sea necesario en orden a no generar un «efecto desaliento», o sea, un mensaje de desincentivación de la participación democrática directa; en el supuesto enjuiciado, la expresión pública de las voces de disenso de los desfavorecidos por las políticas de austeridad.

Semejante modo de razonar está abiertamente reñido con el sentido común y consiguientemente con el razonamiento jurídico. El derecho de huelga, por ejemplo, aunque imprescindible en la organización económica de una sociedad libre, no autoriza a los huelguistas a coaccionar físicamente a los empresarios ni, mediante la acción de piquetes, a los trabajadores remisos a secundar el paro. Tampoco justifica el incumplimiento de los servicios mínimos esenciales para la comunidad, ni el corte de las vías de comunicación, ni las acciones de guerrilla urbana. Y es que en una democracia constitucional no existen derechos absolutos, por mucha razón moral que asista a quienes los ejercen. El pueblo de una democracia constitucional jamás es chusma. Más aún: en una democracia constitucional la chusma nunca es pueblo. Pueblo y chusma se diferencian por el respeto a los derechos ajenos en el pacífico ejercicio de los propios. El derecho de reunión, además, no existe constitucionalmente, como hemos visto, si la reunión no es pacífica.

El pueblo elige libremente a sus representantes y a través de ellos participa en los asuntos públicos, sin perjuicio de su participación directa en las convocatorias de referéndum. A su vez, los representantes tienen derecho a ejercer sus funciones con igual libertad. Tanto el derecho de participación de los ciudadanos como el de los diputados al libre desempeño de sus funciones están reconocidos como derechos fundamentales en la propia Constitución (art. 23). Afirmar, pues, que los diputados libremente elegidos por la ciudadanía «no nos representan» implica, además de una falsedad constitucional, arrogarse el monopolio de la representación popular y apelar a la desobediencia civil. Quien no se sienta representado por un partido político, que vote a otro o contribuya a la formación de una alternativa mejor. La discrepancia acerca de una política económica y social determinada no habilita a nadie a cerrar el Parlamento o a impedir su actividad. Como sostiene el Tribunal Supremo, paralizar el trabajo del órgano legislativo supone alterar los valores superiores del orden democrático.

Aduce en un voto particular discrepante el magistrado del TS Perfecto Andrés Ibáñez que las medidas restrictivas de los derechos sociales básicos «no han formado parte de los programas de gobierno expuestos al voto de la ciudadanía». Hay, así, opina, extensas franjas de población que «tienen motivos reales para no sentirse partícipes efectivos» de unas decisiones que afectan a su calidad de vida y a sus posibilidades futuras. Puede ser, pero, ¿en qué medida altera tal circunstancia la interpretación judicial de la ley punitiva? ¿Debe ésta sufrir modulaciones en atención a factores de supuesta legitimidad política? Y si descendemos a ese nivel, ¿acaso la clamorosa rectificación de su política económica convirtió en ilegítimo al Gobierno de Zapatero? En las elecciones generales de 2011, ¿no se pronunciaron mayoritariamente los ciudadanos por la ortodoxia, la austeridad y, en definitiva, una política económica procíclica? Yo no comparto en absoluto esa política, pero jamás se me ocurriría arrojar pintura amarilla a los señores Montoro y De Guindos. Y finalmente: ¿por qué demonios se empeñan algunos jueces en hacer política? Dejen su bien retribuida función y preséntense a las elecciones.