El matrimonio que fornica unido, permanece unido. Tal es la conclusión que puede extraerse de una encuesta trabajosamente elaborada por sociólogos de tres universidades estadounidenses, según la cual las parejas se achuchan más a partir de sus bodas de oro. A la vejez, lujurias.

Constatan en efecto los investigadores que la frecuencia del coito desciende durante los primeros veinticinco años en común, para repuntar „sorpresivamente„ a partir de las cinco o seis décadas de emparejamiento. Raro, raro, raro: diría tal vez el llorado doctor Julio Iglesias, que matrimonió con moza en edad de procrear cuando él estaba a punto de cumplir ya los noventa.

Los propios expertos parecen confundidos con el resultado de sus encuestas. Karl Pillemer, uno de los gerontólogos participantes en el estudio, confiesa no saber si es la práctica del sexo lo que aumenta la duración del matrimonio o si, por el contrario, un prolongado maridaje acaba por excitar los apetitos eróticos de la pareja.

Uno se inclinaría más bien por la primera hipótesis, es decir: la que sugiere que la fornicación frecuente y satisfactoria favorece una larga unión conyugal. La teoría contraria fue refutada ya en su día por Balzac, cuando dijo „en plan algo solemne„ que la rutina es «el monstruo que devora al matrimonio». Salvo que se recurra a una tercera persona en funciones de ayudante, desde luego. Esta última sería la clave para Alejandro Dumas, quien sostenía que el matrimonio es una carga tan pesada que se necesitan dos „y a menudo, tres„ para sobrellevarla.

Mucho menos ingeniosos, los investigadores de Florida, Luisiana y Baylor han buscado una explicación sociológica al misterio del sexo en la tercera y hasta la cuarta edad; aunque no es seguro que la encontrasen.

Conjeturan estos expertos que la pareja va perdiendo amistades por mera ley biológica, lo que les llevaría a centrarse más el uno en la otra y viceversa. Si a ello se une la percepción de que les queda cada vez menos tiempo de vida, parecería natural que se entregasen a la lujuria con tanta o mayor intensidad que en sus años jóvenes. No harían otra cosa que aplicar a su matrimonio el viejo lema de las postrimerías: «A fornicar, que el mundo (o la vida, que viene a ser lo mismo) se acaba».

Tampoco es que tiren muchos cohetes, a decir verdad. La media de coitos de las parejas encuestadas para el estudio asciende a dos o tres mensuales: cifra que está lejos no ya de la performance de un Casanova, sino de la frecuencia que se atribuye a cualquier aburrido matrimonio latino. Con tan bajo nivel de productividad en el lecho, los datos resultantes de la investigación pierden valor probatorio: y aun resultan menos significativos en tanto que la muestra abarca únicamente a las personas casadas. Ahora que ya casi nadie se casa, salvo tal vez los gays, un estudio sociológico que excluya a las parejas no santificadas por la Iglesia, el juzgado o la hipoteca carece del menor interés.

No deja de ser una lástima. La idea de que las ganas de darle un gusto al cuerpo aumentan cuanto mayor se hace uno resultaba de lo más alentadora, tal y como la esbozan los sociólogos de Norteamérica. Lo malo es que no parece ser cierta y, aun de serlo, se reduciría a la módica frecuencia de dos o tres alivios al mes. Para eso, igual no compensa aguantar hasta las bodas de oro.