Pocas cosas son capaces de producir tanta indignación entre la población española como lo hace la excarcelación de etarras. Más allá del debate jurídico sobre la doctrina Parot, el cumplimiento íntegro de penas o la petición popular de inclusión de cadena perpetua en nuestro Código Penal, poder observar como los asesinos de figuras tan relevantes como Gregorio Ordóñez o Miguel Ángel Blanco son recibidos como héroes que se jactan de asesinar la libertad de un pueblo supone, independientemente de nuestro color político, un jarro de agua fría para la democracia.

A raíz de la excarcelación de Lasarte el pasado lunes, son innumerables las tertulias sobre el asunto, al igual que sobre el llamado proceso de paz y las vías de negociación con la banda terrorista. Y es que antes, desde la segunda legislatura de Aznar, España se dividía en dos bloques: uno en el que se exigía la mayor de las durezas contra los asesinos y ni un ápice de rendición ante el chantaje de ETA y, por otro lado, un bando partidario de negociar para acelerar su rendición.

Decía que antes era así porque, desde la llegada de Zapatero al poder, los partidos políticos españoles, salvo honrosas excepciones, parecen haber asumido que la mejor vía para acabar con la lacra del terrorismo es permitir que el brazo político de los asesinos tenga la opción de gobernar las instituciones a cambio de controlar a los suyos para que se limiten a extorsionar en vez de a matar.

Si bien es cierto que todavía existe un gran bastión de ciudadanos que se resiste a creer que España no tenga más opción que ceder ante ETA, lo cierto es que en el entorno comparado parece que la idea de la negociación como vía de solución de conflictos armados ha calado profundamente. El caso más relevante de la actualidad sería el de las FARC en Colombia.

Comenzando por su naturaleza, el conflicto de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) podría catalogarse como más complejo que el español. Su objetivo es la conversión de Colombia «en un Estado marxista libre de desigualdades sociales» en palabras de Timochenko, su actual líder. Para ello, la forma de financiar su lucha frente a los «opresores capitalistas estadounidenses que desnaturalizan Colombia» pasa por una triple vertiente: en primer lugar, los secuestros; en segundo, el narcotráfico (para vender droga, por supuesto, EE UU deja de ser un enemigo para convertirse en el principal cliente) y, por último, los atentados. La situación en el país es, por tanto, la de un grupo armado y económicamente más que solvente frente a una población atemorizada y un gobierno impotente.

El anterior Presidente de Colombia, Álvaro Uribe, fue un claro defensor del derrocamiento militar de las FARC. A su entender, en un claro paralelismo con la política penitenciaria y antiterrorista de Aznar, las negociaciones debían de tener un límite claro para evitar la impunidad. Las FARC no aceptaron la línea roja marcada y, a consecuencia de ello, se produjeron diversos enfrentamientos que culminaron con la exitosa operación Fénix, en la que Edgar Devia, líder de la guerrilla, fue abatido en la mayor victoria del Estado colombiano. Precisamente en el momento de mayor debilidad del grupo armado, los líderes opositores desarrollaron una clara retórica antimilitarista, esbozando caricaturas del Gobierno que pretendían dar una imagen de autoritarismo ineficaz puesto que, a su entender, el conflicto pasaba más por la solución pacífica que por la bélica. De hecho, la última campaña electoral se basó casi en exclusiva en la contraposición de vías para acabar con el conflicto. A raíz de esto, al igual que hizo Zapatero al llegar al poder, cuando Santos, nuevo presidente de Colombia, tomó posesión de su cargo tras las últimas elecciones, la lucha armada cesó y las negociaciones comenzaron. Si en España ETA pedía amnistía y acercamiento de presos, en Colombia añadían una política agraria marxista para los territorios, participación política de los guerrilleros y reparación a las víctimas del bando de las FARC. Peticiones que, al igual que la cesión de permitir la incursión de Bildu en las instituciones, en Colombia se están poco a poco satisfaciendo.

Ahora, al igual que en España tras años de un espectro político volcado en la vía de la negociación, parece que la ciudadanía en Colombia ha asimilado que la única forma de conseguir la paz con aquellos que asesinaron a tantos conciudadanos es, precisamente, ceder ante todo aquello que reclamaban desde un principio. Como si les dijeran a todos los familiares de las víctimas que sus muertes no sólo han sido en vano, sino que además el conflicto va a acabar con vencedores y vencidos en el sentido contrario al lógico. No se entiende como, además, se da la triste paradoja de ceder al chantaje cuando más débil es la fuerza del enemigo para chantajearte.

Todos entendemos que no hay paz sin justicia. Sin embargo, para muchos de nosotros no habrá paz hasta que el último criminal esté en la cárcel y la última de las armas esté destruida. Porque en el peligroso juego del terrorismo los ciudadanos nunca permitiremos, aunque el Estado español o el Estado colombiano se empeñe en lo contrario, que las víctimas del pasado lo sean en vano.