Quiero pensar que, en general, el impacto causado por la brutalidad del atentado contra Charlie Hebdo ha tapado la gravedad del segundo atentado contra un supermercado Cacher. Prefiero esta explicación y así me evito caer en la tentación de pensar que el segundo nos parece menor, casi justificable porque, al fin y al cabo, se trata de un atentado contra judíos.

En apariencia, los objetivos de sendos atentados han sido diferentes. En el primero se ha ejecutado una fetua, es decir, una sentencia de muerte, dictada hace diez años contra quienes osaron violar la ley islámica que prohíbe la representación del profeta Mahoma, haciéndolo, además, de modo satírico. A partir de esta reacción contra los diarios que publicaron las viñetas, es fácil deducir que el islamismo radical está en guerra contra la civilización occidental que tiene uno de sus pilares en el valor de la libertad de opinión y de expresión. Cuestionar si esa libertad ha de tener límites es legítimo, siempre que ese cuestionamiento no tenga su raíz en el miedo o en intereses espurios, porque la libertad de expresión debe armonizarse en todos los casos con el respeto a los otros. Pero el recurso al respeto parece más retórico que eficiente, tampoco soluciona nada, porque precisamente los islamistas han justificado su violencia como respuesta a la falta de respeto hacia su religión. ¿Entonces?

En la hipótesis de la convivencia, que tampoco sirve en estos casos de violencia fanática, el respeto ha de entenderse no como tolerancia sino como comprensión del otro. Una comprensión que circula en los dos sentidos, tanto del emisor como del receptor. En una cultura democrática, la crítica es necesaria y para que sea eficaz exigimos que esté fundamentada, en contrapartida, por parte del receptor se requiere una sensibilidad templada y abierta a la crítica. Pero es evidente que este tipo de argumentación de nada sirve frente a quienes han optado por la yihad, entendida como guerra física contra los infieles.

El segundo atentado no parece, en cambio, dirigido contra esos valores, sino contra un enemigo concreto e incluso compartido por el cristianismo, los judíos. Los judíos han sido perseguidos, masacrados y se han convertido en el chivo expiatorio de todos los males advenidos en el transcurso de la historia de las naciones europeas. Al antisemitismo secular, la contemporaneidad ha aportado un nuevo motivo de rechazo, la existencia del Estado de Israel, con todo lo que contiene de problemático y de contradictorio. Ese Estado de Israel, que representa un incómodo espejo en el que Europa, experta en simulacros, evita mirarse, invita de nuevo a los judíos franceses a instalarse en el único lugar del mundo en el que no serán marcados por el simple hecho de ser judíos.

Frente a la invitación de Netanyahu a los judíos franceses, el presidente François Hollande ha reivindicado la ciudadanía de los judíos franceses y ha dicho algo que puede ser una frase hermosa pero que encierra una gran verdad: Francia sin los judíos no sería Francia. Es cierto, Francia sin los judíos no sería Francia, Europa sin los judíos no sería Europa, la civilización occidental sin los judíos no sería la civilización occidental. Y ello no sólo por la contribución fundamental de la cultura judía (¿empezamos por la Biblia?) a la civilización occidental, sino porque sin los judíos, sin la convivencia con ese otro tan nuestro, el fanatismo yihadista se habría impuesto.

Los dos atentados, más allá de las apariencias, tienen un único objetivo que es la destrucción de la civilización occidental. Estamos en el contexto de una guerra que no es de religiones sino, como todas las guerras, política. Los monoteísmos, tanto el cristianismo como el Islam (no así el judaísmo que no es proselitista sino restringido al pueblo judío) llevan en sí el gen del fanatismo y la violencia, pero mientras que en el seno de las sociedades cristianas surgió el antídoto de la separación de las esferas religiosa y política, el Islam está pendiente de encontrar una fórmula que frene la aparición de esos brotes violentos contra los infieles.

El gran dilema al que nos enfrentamos es cómo defendernos eficazmente de la amenaza del islamismo radical sin caer en la restricción de libertades en nombre de la seguridad y sin renunciar a nuestra identidad que está formada por el derecho a las libertades y por la convivencia de culturas.