Perdone que le moleste pero tras los acontecimientos de magna barbarie como los sufridos en la revista francesa Charlie Hebdo creo que ya he contado hasta diez y puedo hablar. Debido a mi carácter impulsivo siempre me han recriminado mi enérgica actitud, rápida respuesta o incluso aceradas declaraciones ante acciones que no eran de mi agrado. Aunque es cierto que los que fuimos niños movidos o mal sintonizados, lo que ahora se llaman 'déficit de atención' o hiperactividad, solíamos tener un carácter despierto y de verbo locuaz. Por tanto, habiendo aparcado la ira y el desprecio lo más lejos posible, como dibujante y pintor que soy quiero transmitirles mi más sincera pena y rabia.

Queridos amigos: al igual que a ustedes, se me heló la sangre el pasado miércoles al recibir la noticia del vil asesinato de doce personas „una de ellas musulmana„ en la Ciudad de la Luz. Luego conocimos la muerte de otras cuatro personas más, en el asalto de un supermercado judío, y de otros dos integrantes de la revista satíritca. Los que sobrevivimos o hemos malvivido del arte en algún momento de nuestra vida sabemos lo difícil y duro que puede llegar a ser esta profesión. Sabemos que has de ser el mejor para poder hacerte un hueco en las grandes revistas, galerías o diarios, sabemos que muy pocos son los elegidos. Créanme cuando les digo que estos dibujantes asesinados a sangre fría eran la crema, lo mejor que había en los rotativos franceses.

Pero además de ser sobresalientes, tenían las agallas más grandes que un mero entanao y lo que es más aplaudible: no tenían miedo y si lo tenían se lo tragaban. Porque para ellos su arte era el vehículo que usaban para transportar las ideas, para criticar los excesos, para defender a los más desfavorecidos, para amilanar a los déspotas, desmitificar falsas religiones, luchar contra las desigualdades y las intolerancias despreciables. Y se lo dice uno que cree que se pasaban tres pueblos en sus caricaturas.

Creo que estamos asistiendo impasibles a un incremento paulatino del terror en Europa. A una guerra santa de subsuelo. Nuestros Gobiernos hacen lo imposible por integrar a católicos, musulmanes, judíos y resto de religiones monoteístas minoritarias en una Europa común. El problema reside en que los sectarismos, las desigualdades sociales, las etnias enfrentadas y las economías en declive hacen de caldo de cultivo para que los exaltados o extremistas campen a sus anchas. El problema reside en que los imanes radicalizados y hervidos en odio obtienen mucho poder de convicción en las mezquitas ante desencantados ciudadanos que anteponen la religión al conocimiento.

El problema reside en que no queremos reconocer con la boca bien grande que Europa es mayoritariamente católica con lo bueno y malo que ello conlleva. El problema reside en que no se solucina la integración del que quiere vivir apartado pero bien mantenido con partidas económicas y sin exigir responsabilidades. El problema reside en que nos quieren vender las bondades del Islam cuando es una religión que, en sus extremos, veja a la mujer y obliga a sus fieles a una sumisión absoluta. En Europa se le está dando pábulo, cobijo, educación y sanidad y ellos cada vez se vuelven más reivindicativos, altivos y exigentes. La culpa es de los que no atajan de raíz las barbaridades de sus minoritarios exaltados.

Veo cómo mi ciudad, Cartagena, está cambiando. Veo cómo en las fiestas de cumpleaños de niños de Primaria, las madres musulmanas ´exigen´ que no haya elaborados del cerdo si sus hijos son invitados, veo cómo reciben infinidad de recursos como programas de integración en las escuelas que cuestan muchísimo dinero de los contribuyentes y luego no revierten a la sociedad. Desde mi punto de vista, el Islam se ha radicalizado tanto que parecen haber tomado el vergonzoso testigo de la Santa Inquisición pero con seiscientos años de retraso. Estos francotiradores del terror no han aprendido nada en seis siglos. Estos terroristas religiosos quieren acabar con nosotros, con los suyos y con el 'susuncordan'.

La única mala experiencia que he tenido a lo largo de mi vida estudiantil fue cuando me expulsaron unos días de clase dejándome sin viaje de estudios por dibujar al director y a la jefa de estudios en la pizarra en posturas políticamente incorrectas. Recuerdo, además, que mi familia había vendido tanta lotería de puerta en puerta para ayudarme a sufragar el viaje que parecíamos de Avon. Pero no por ello iba venir a mi casa un vecino con un cinturón de explosivos a subirse en la mesa del comedor y detonarlo con toda mi familia de rodillas. No por eso iba a venir el hijo de un carnicero Halal con un cuchillo a degollar a mi hermana en nombre de Alá y luego tirarse a unas cuantas vírgenes en el Paraíso. No, no es eso. Europa no tiene la culpa de la infinidad de desgracias que sacuden al resto del mundo. De las matanzas de inocentes en Pakistán, de las niñas secuestradas por Boko Haram en Nigeria, de la guerra fraticida de Siria.

Nos ha costado muchos siglos llegar a una democracia civilizada, ubicando la religión en un segundo plano, libre de locuras amparadas en la fe como para permitir este tipo de actos. Y si a alguno de ustedes les da pánico que lo tachen de racista por defender su forma de vida, que dé un paso atrás y deje su sitio. El caso es que no me apetece en absoluto gastar una sola broma con este tema; han sido dieciocho personas asesinadas a sangre fria, una de ellas un joven policía musulmán entregado a su trabajo. Imparto clase a niños musulmanes adolescentes. Les aseguro que son bellísimas personas, inocentes niños con sus defectos y virtudes, como usted o como yo, pero algunos imanes o emires pueden echar por tierra en una hora de sermón el trabajo de un claustro de profesores un año entero.

Que pase usted un feliz día.