En Caravaca, entonces, la primavera eran los cuadros de don Blas. Volvían cada año como un fenómeno atmosférico, como una cita en la que el arte precedía a la realidad. Al menos, así lo recuerdo. De aquel maravilloso Camino del Huerto me queda la sensación de la sombra cuando paseaba hacia los pinotes, y el sol dulce del camino de arriba, desde donde se veían los bancales y nos cruzábamos con los pastores que volvían. Mi madre empezó a llevarme por allí en cuanto eché a andar. No había televisión y las mujeres sacaban a sus críos a tomar el sol y a que se desfogaran y aprendieran el mundo corriendo por los ribazos. La infancia era en aquellos años una iniciación feliz, y eran las manos de las madres las que guiaban a los niños, las que les advertían de los peligros, les enseñaban a saltar, a saludar a las personas con las que se encontraban, a soportar los besos de las mujeres mayores, ¡ay qué bonico!, aunque mi madre nunca consiguió que no me los limpiara. Pero no recuerdo la flor en los árboles.

La flor me aparece en un cuadro, en muchos cuadros, que nunca son el mismo, pero quisieran serlo (ser el cuadro final), los cuadros de don Blas, esos cuadros que la gente decía que se repetían y que jamás lo hicieron. Tampoco sabemos cómo recordaríamos (¿cómo fue el mundo antes de la pintura, de la fotografía, cómo es la memoria de los muertos en aquellos pueblos que vivieron y viven sin imágenes?) a los que amamos y perdimos, si no tuviéramos sus fotos, sus retratos. Como aquel espléndido autorretrato que veo ahora en la casa de don Blas, donde he debido de ir de visita con mi madre, muy amiga de su mujer. O quizás no sea su casa y lo estoy poniendo allí en el intento de la memoria, siempre desesperado, por recuperar la vida, por darle un orden.

Sólo muchos años después he creído entender lo que guíaba la mano del pintor Rosique, que para mí era mi profesor de Geografía y Filosofía, pero cuya obsesión y oficio era la pintura. Exactamente eso, la pintura. El pintor, el escritor, el músico son perseguidores, como nos enseñó Cortázar. Buscan afanosamente la razón última, la clave secreta de eso que les ocupó la vida, que les dio sentido y los derrotó. Eso por lo que la pintura se nos antepone al mundo. Las leyes de la luz, del color, de la materia que nos permiten alumbrarlo. La ley de la belleza. Esa por la que las palabras se muerden a sí mismas, se enlazan y comienzan a ser mucho más que sonidos, muchos más que mensajes, el mundo otro que resuena en nuestras cabezas, ese filo por el que el estómago se desliza hasta dejar desvelados la melancolía o el amor. Don Blas no pintaba almendros, ni albaricoqueros en flor, lo que buscaba era la pintura misma, atrapar para siempre, fijarla, esa belleza aplastante, abrumadora de la primavera en los campos de Caravaca. Le debemos nuestra memoria. Eso es lo que siempre le debimos al arte.