Cada mañana escuchaba la misma canción y la melodía se le quedaba metida en la cabeza durante toda la jornada. Al principio no entendía lo que significaba, pues su francés no era muy bueno, pero poco a poco, a base de escucharla cada día, fue descifrando sus versos. No todos, pero los suficientes para que la canción le agitara. «Un jour€ Il y aura autre chose que le jour€».

Subía al metro siempre a la misma hora, muy temprano, para no llegar tarde a clase, y al bajarse en Jussieu y avanzar unos pasos por el pasillo ya le llegaba la voz ligera que entonaba la canción acompañada de una guitarra. Tenía el tiempo justo de acercarse al puesto de café y prestar mucha atención a las palabras del estribillo. Como no podía perder el metro que le llevaba a Cluny-la Sorbonne, nunca llegaba al final de la canción. Cuando pasaba por su lado dejaba caer unas monedas a sus pies. «Un día€ habrá algo diferente al día».

Y así día tras día durante el otoño del primer curso. La melodía le perseguía por los túneles del metro, como si buscase tras él una salida hacia el cielo, que, al salir de la estación, encontraba cada día gris, y no diferente, sino igual. Encerrado en el aula, los ecos de la canción chocaban contra los cristales como gotas de lluvia. Entonces él recordaba palabras sueltas y las buscaba en el diccionario, pero no había forma de encontrarlas, se parecían al francés inventado con el que jugaba de niño.

Una mañana decidió tomar el metro una hora antes y así escuchar la canción entera. A llegar a Jussieu pensó que se había equivocado de estación. El silencio atravesaba el túnel como un aire frío y junto al puesto del café no había ningún cantante. Lo esperó mucho tiempo, pero seguía sin aparecer, y él ya había perdido todos los trenes y las clases. Los pasajeros avanzaban muy lentamente, como si estuvieran a la espera de algo. Salió al cielo del otoño.