La cena en casa de Francisca Aguirre (que fue quien me contó la anécdota) y Félix Grande había concluido sin que Fernando Quiñones hubiese abierto la boca. De hecho, el cuarto comensal, el escritor y académico sueco Artur Lundqvist (de quien se decía que contaba con vara alta para dirimir qué escritor en español habría de llevarse el Nobel) miraba con cierta desconfianza a aquel tipo de barbita afilada y de vestimenta no muy impoluta que se mantenía tan absorto como silencioso.

De poco valían los guiños y codazos de Paca y Félix para que Quiñones tomase la palabra y justificase su presencia allí: ponderar con florido verbo a Jorge Luis Borges como idóneo candidato a tan alto premio para así conmover el espíritu y el voto de Lundqvist. Pero Quiñones no había dicho ni mu ni trazas llevaba. El sueco miró su reloj, se levantó, requirió su abrigo y se dirigió por aquel estrecho pasillo hacia la puerta, dando fin a la velada. «¡Pero, coño, Fernando, háblale, dile algo fino y elevado de Borges, que se nos va!», le conminó Félix en un susurro.

Fernando Quiñones bajó de su ensimismada nube, miró la espalda del sueco y clamó a voz en grito no el panegírico que de él se esperaba sino lo que le salió de su alma gadita y caletera: «¡Señorito, señorito, dele el Nobel a Borges, que a usted qué más le da y a nosotros nos hace un avío!».

Ahora que me regalan Las mijitas del freidor, una recopilación de las líneas que Quiñones escribiera en el Diario de Cádiz hace ya, ¡ay!, veinte años, me acuerdo de otro sucedido del grandísimo personaje. Volvía un mediodía a casa para vestirse con ropa de recibir, pues iba a conocer a sus futuros suegros. En el portal, le aguardaba un gitano amigo para recogerle y llevarle a las bodas de un primo que aquella tarde se casaba.

Fernando, que se había olvidado por completo de tal compromiso y solo tenía miente para quedar bien con los padres de su compañera, intentó zafarse del asunto sin conseguir otra cosa que encabronar cada vez más al calé, quien ya tomaba como cuestión de honor la negativa quiñonera. Visto lo cual, Fernando accedió: «Voy, pero solo un ratito». Regresó, claro está, al cabo de tres días de juerga, cante, copitas, camisa rota, baile y vivan los novios. Su mujer le aguardaba con la bronca presta por tan monumental plantón en tan señalada visita. Entonces, Fernando urdió la disculpa más disparatada que se oyera jamás. Juntó las yemas de los dedos de las dos manos en gesto de abundancia y le espetó a su señora: «¡No he podío venir antes, hija! ¡Asín, asín de gente estaba la peluquería!».

Pues bien: el tuit, los sms (los heraldos de la prisa para llegar tarde a ningún sitio) no permitirían tuitear ni esemesear lo que acabo de contarles.

Porque las narraciones, lo que nos hace humanos, requieren su ritmo, su prosodia, sus pausas. Valgan dos anécdotas más que recoge Quiñones. El guatemalteco Augusto Monterroso era tan corto de estatura como hombre de altísimo ingenio. Un día, le comentó a Quiñones, hablando de su talla: «A cambio de algunos inconvenientes, todos los que somos así tenemos una especie de sexto sentido maravilloso, una forma especial de notar las cosas: en cuanto llega otro enano y se nos acerca, nos damos cuenta enseguida». Pero, si quieren ustedes reírse más, escuchen cómo explicaba Fernanda, la flamenca de Utrera, siempre empavorecida cuando se montaba en avión, la manía de pasarse el viaje apretando con todas sus fuerzas los pies contra el suelo del aparato: «Así me asujeto y llego mejó, aunque con las piernas muertesitas que no me puedo ni alevantá, ay».

Ahora, a ver si alguien es capaz de tuitearme todo esto, o esemeseármelo sin que pierda más de lo que ya ha perdido al escribirlo un servidor. No puede ser y, además, es imposible.