No es corrupción, ni es depravación ni tampoco avidez. Es sinvergonzonería, indecencia e infamia. El destape de los extractos de las tarjetas opacas ha mostrado algo más que un sistema fraudulento destinado a meros gastos de representación. El escándalo evidencia una manera de actuar y servir y desnuda la vocación de quienes durante muchos años ocuparon cargos públicos. Los gastos de representación eran joyas, regalos, balnearios, hoteles de lujo, fiestas. Una desfachatez, tanto que entre ellos pueden optar al gasto más hilarante: como quien pagó una multa de tráfico, o como quien se 'autofacturó' con la tarjeta en su propio restaurante o como quien sufragó un impuesto. Todos ellos ocupaban cargos sustancialmente remunerados para gestionar con sumo éxito una entidad cuyo rescate costó 23.500 millones; muchos de ellos -no todos- procedían de la política, sin distinción de color: tanto diera que fuera un ex notorio ministro estrella de la libreta azul de un presidente que un sindicalista minero de puño cerrado. Una casta, que diría aquel -más cargado de razones que nunca-, tolerada por un sistema que la crisis reventó de pura grosería.