Enciendo la radio y escucho que científicos americanos han experimentado, con éxito, una droga que permite a ratones olvidar recuerdos selectivos. Un periodista lo califica como un avance para curar depresiones causadas por accidentes. No puedo evitar acordarme de Ray Loriga y su Tokio ya no nos quiere (1999), en el que se habla de ello. El propio Loriga decía que era un libro en el que «los humanos son extranjeros de sí mismos y el miedo lo ocupa todo». Apago la radio. Pienso en mis aciertos y desaciertos. Quizás haya un exceso de lo segundo ¿sería lo que, en el caso de que esa droga fuera viable, decidiera borrar de mi mente? Si la sociedad hicera lo mismo ¿sería capaz de olvidar las consecuencias de las guerras? ¿O quizás podría acabar con ese recuerdo que provoca los enfrentamientos? ¿Tal vez olvidemos quiénes somos nosotros mismos? Pero, ¿y si no me acuerdo del olor del otoño y la lluvia en mi infancia? ¿Y si olvido el primer beso que le di aquella chica?, ¿o lo que se sufre por amor y desamor? ¿Y si te olvido a tí, que has formado y formas parte de lo que soy, de mi presente? No, no quiero ser extranjero de mí mismo. Y por si acaso, recordádmelo.